Me atrevo a afirmar que una de las artistas más brillantes de nuestro tiempo es una joven inglesa llamada Phoebe Waller-Bridge, quien escribe, dirige y protagoniza la comedia Fleabag.
Confío en que mis dos o tres lectores han notado mi intención de ver el mundo en el que estamos sin las manipulaciones persuasivas que nos llegan por las redes sociales, los servicios de streaming y los medios masivos. He tratado de ofrecer un testimonio más directo. He hablado de mis vecinos, de mis viajes y experiencias cotidianas. Me he mordido la lengua para evitar opinar sobre títeres imbéciles a cargo de países del primer y tercer mundo. He evitado sumarme a millares de críticos de cine que han creído su deber opinar sobre Joker o Los dos papas, pero no se han detenido a pensar en la ironía que supone que todos veamos lo mismo, cuando la variedad más numerosa se encuentra a nuestro alcance.
Pero llegó el momento de comerme mis palabras. Pues he descubierto que en medio de ese mundo que he eludido también es posible encontrar joyas de belleza extraordinaria. Es difícil estimar lo que vale en materia de arte entre los contemporáneos. Decir que la televisión es el medio a través del que hoy se expresa la mejor literatura es una afirmación que necesita aclaraciones. Pero, con todo y eso, me atrevo a afirmar que una de las artistas más brillantes de nuestro tiempo es una joven inglesa llamada Phoebe Waller-Bridge, quien escribe, dirige y protagoniza una comedia llamada Fleabag.
“Fleabag” es una expresión con varios significados. Su sentido más común es el de hotel de mala muerte donde hay más pulgas (fleas) que huéspedes. Pero, si pidieran mi opinión, sugeriría que la tradujeran como “El circo de las pulgas”. Fleabag fue el apodo que Waller-Bridge recibió cuando era niña. Es fácil suponer que la aguda protagonista de su serie tiene algo de la autora. Pero la realidad que refleja es mucho más que la mera experiencia de una mujer que no se adapta, que encuentra en su calentura incontrolable un escape a inquietudes y penas que la ahogan. En esa serie estamos todos, ese circo de tres pistas que somos: criaturas risibles y diminutas llenas de miedos, culpas, dolores, autoengaños, patetismos; pero vistos de manera compasiva.
Solo doce episodios le han bastado a Waller-Bridge para dejar una huella difícil de borrar. La segunda temporada cruza la línea fina y peligrosa del tema religioso y el resultado es de una belleza abrumadora. Tal vez desde Bernanos (en su Diario de un cura rural) no ha habido un retrato más verdadero de la pugna que vive un sacerdote católico. La ventaja de Waller-Bridge es que se asomó al abismo armada con humor, esa fuerza que –según Chesterton– es “el secreto más sagrado del cosmos”.