Suponga que cada dos usted intenta conseguir alguna cosa, y que pasan 18 sin que pueda lograrlo: quedaría claro que su empresa es difícil y que coronarla con éxito es casi una proeza, digna de brindis y borrachera. Pues tal es la historia de nuestra selección en el mencionado campeonato, conquistado por segunda vez el pasado 6 de febrero: la primera vez había sido en 1987, y desde entonces hasta acá muchos nacieron y murieron sin tener idea de cómo era esa vuelta olímpica. Sin embargo, lejos de ponerse a la altura de la situación, muchos compatriotas echaron el asunto a broma: los manizaleños no llenaron el estadio para ver la apoteosis (dirán ellos, ufanos, que solo gustan de las finales de Copa Libertadores), y varios necios de diversas latitudes dijeron que ese título continental no significaba nada, y que lo único importante era el mundial de la categoría que se celebrará en Holanda dentro de algunos meses. Pero no hay por qué extrañarse: hace 7 años, cuando Édgar Rentería bateó la bola que empujó la carrera del título para los Marlins, varios apátridas —amargados, aguafiestas e increíblemente torpes— dijeron que el mérito era de quien había llegado a la almohadilla de la cuarta base, y no de quien bateaba. Supongo que habrá quien piense que los triunfos de Juan Pablo Montoya solo se deben a su mecánico.
El problema de que las gestas deportivas no tengan más repercusión en nuestra vida cotidiana —en la que, según algunos, solo vale la pena celebrar referendos y cruces de ceniza— es que sus autores no alcanzan a ser debidamente reconocidos y luego hay quien les mete un balazo en la columna vertebral (y lo más tétrico de todo es que Eduardo Lara, cargando a su hija en el momento del triunfo, ya comenzó a repetir los gestos que alguna vez hiciera Luis Fernando Montoya…).
Aquel domingo del campeonato me puse una camiseta de Colombia y me senté a comerme los nervios frente a la pantalla, creyendo que una celebración magna iba a compensar tanta agonía; pero no hubo tal: los noticieros hablaron del campeonato sin frenesí, mi hermano se acostó temprano, los periódicos deportivos solo dedicaron algunas páginas al asunto, nadie comentó la hazaña en las cafeterías que frecuento y luego varias personas preguntaron qué partido era ése que estaban jugando ayer. Es más: el acontecimiento de la semana fue el día del periodista (9 de febrero), tendenciosa y fanfarronamente magnificado por los dueños de los medios, empeñados cada año en el aplauso autista de quien cree que el suyo es el único oficio necesario para la rotación del planeta (aclaro que, si bien escribo esta columna, soy profesor de antropología y nada tengo que ver con el reporterismo o algo parecido).
En 2001 nuestro equipo de fútbol de mayores ganó la Copa América, y muchos despotricaron del torneo por la ausencia en él de los argentinos. Los hinchas del DIM esperamos lo indecible para ver campeona a nuestra gloriosa escuadra, y luego le tributamos una fiesta sencilla. Mabel Mosquera ganó una medalla olímpica y solo un par de advenedizos la esperaron en el aeropuerto. Joselio Fanor Mosquera fue campeón mundial de lucha grecorromana y hoy nadie se acuerda de él. Alguna vez secuestraron a Lucho Herrera. Medio país odia a Pambelé. Ah, estimados deportistas: ofrecernos vuestros triunfos es como arrojar las perlas a los cerdos; a nosotros solo nos quitan el sueño las catástrofes.