/ Gustavo Arango
Pensamos que pensamos pero, pensándolo bien, es muy poco lo que de veras pensamos. La vida se nos escapa en actos irracionales. Viajamos por el mundo enceguecidos por prejuicios, por creencias infundadas, por supersticiones primitivas y por todas las mentiras que nos han inoculado.
Creemos, por ejemplo, en las estadísticas. Si alguien nos dice que en un restaurante hay un grupo de personas cuya fortuna promedio es de mil millones de dólares, imaginamos las mansiones de ese montón de magnates. A nadie se le ocurre que Bill Gates pueda comerse una empanada. Lo mismo ocurre con las encuestas. Tenemos la tendencia a creer que las encuestas reflejan la realidad y acomodamos nuestras decisiones para no quedar fuera de las mayorías.
Porque somos animales muy gregarios. Nada altera tanto nuestro juicio como lo que “todos” dicen. Por eso es que los medios son tan ubicuos y prósperos. Su función consiste en manipular hechos y datos para inventar la “verdad absoluta” de las mayorías. Olvidamos que si cien millones de personas dicen una estupidez, no por eso lo dicho deja de ser una estupidez.
Creemos con reverencia en el sofisma del éxito. Pensamos que si ponemos a los bebés a dar pataditas desde el vientre, si les enseñamos a caminar a los tres días y a cabecear a los seis, llegarán de manera inevitable al Barcelona o al real Madrid (y podremos vivir de su fortuna). Se nos olvida que por cada James o Messi que llega a esas alturas hay miles de descalabrados, frustrados, explotados o vendiéndoles empanadas a los magnates.
Sobrestimamos lo que somos. Vamos por el mundo narrando un poema épico en el que somos protagonistas. Las estrellas se alinean para nosotros. El mundo entero nos está observando. Nuestra vida parece una coherente narrativa en la que cada hecho está predestinado.
Somos expertos en hacer predicciones del pasado. Cuando todo ha ocurrido, nos fascina esgrimir el “se los dije”. “Les dije que nos iban a robar el partido”. “Les dije que iba a ocurrir esa catástrofe”. Pero si nos preguntan lo que ocurrirá mañana, preferimos esperar hasta la próxima semana para manifestarnos.
Vivimos apegados a basuras. Nos cuesta deshacernos de esa relación, de esa carrera, del armatoste que nunca usamos, porque invertimos tanto tiempo, energía, dinero, emociones, que nos parece preferible seguir con ese lastre.
Somos peces que mueren por la boca. Mordemos día a día los anzuelos que nos ponen. Creemos en políticos. Pensamos que el vestido rebajado está de verdad barato. Creemos que el best-seller es buen libro. Corremos a comprar la mercancía que, según dice el aviso, “se está agotando”.
Somos esclavos de nuestras emociones. Nos da pavor quemar las naves. Somos caballos cocheros y casi nunca vemos las opciones que tenemos. Nos entregamos dóciles a manipuladores expertos. Somos animales atontados por colores vistosos y por cortinas de humo. Las formas del calendario nos hacen creer en la mentira de que podemos recomenzar. Creemos que planear de manera exhaustiva asegura resultados. Atribuimos lo que ocurre a una sola causa.
La lista de nuestros errores de juicio parece interminable. La escribió Rolf Dobelli en su libro, The Art of Thinking Clearly. En resumen, la idea es que controlamos poco y estamos sometidos al capricho del azar. Nuestra esperanza consiste en conocer las ligerezas a las que somos propensos. Pero algo me dice que en el libro hay un gato encerrado. Tendré que pensar en el asunto para acabar de entender.
Oneonta, agosto 2014.
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