Muchas veces he querido detener mis pensamientos. Filósofos y escritores lo han dicho: pensar no es un proceso ajeno a la tristeza. Si esa eterna saudade es humana e inevitable, ¿por qué someternos a la esclavitud de una aparente felicidad?
A Julián Posada, mi conversación pendiente.
Hoy reclamo mi derecho, fundamental y humano, a sentirme triste. A llorar y a detener los pensamientos. George Steiner, filósofo que falleció el 3 de febrero de este año y tal vez una de las mentes más fascinantes de nuestros días, escribió, entre las cientos de palabras maravillosas que nos regaló, un libro tan pequeño que parece un manual: se trata de las Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento. Sin vacilar, en sus primeras líneas, extrae reflexiones de Schelling para atribuirle a la “existencia humana una tristeza fundamental, ineludible. Más concretamente, esta tristeza proporciona el oscuro fundamento en el que se apoyan la conciencia y el conocimiento”.
Como individuos, somos entonces una experiencia melancólica. Ya lo decía Ernesto Sábato cuando en Uno y el universo, nos recordaba que, “a los hombres de espíritu universal solo les queda el recurso de la melancolía”. Si múltiples escritores y poetas que han extraviado sus palabras nos han recordado la potencia creadora de la tristeza; entonces, ¿por qué nos empeñamos en negar tan exuberante emoción?
En días donde la felicidad, abusiva y acumuladora, nos obliga a buscarla y a rendirle culto, mis pensamientos reclaman la tristeza como un vehículo para la reflexión. Como un oasis en el cual descansar de la certeza. Un regalo de vida para vagar libremente por caminos de infinitos pensamientos que persiguen una sola palabra: la posibilidad.
Hoy tenemos que enfrentar, juntos, tal vez algo que nunca imaginamos: la pelea campal de la humanidad contra todos sus miedos. Miedo a la enfermedad, a la muerte, a la soledad, a la pobreza e incluso al fin del mundo. Miedo a lo desconocido, a que se caiga el velo y nos deje ver algo que nunca ha estado frente a nuestros ojos. Pero la tristeza, como madre creadora, no reconoce con frecuencia al sufrimiento como uno de sus hijos. Deambular por la tristeza es humano. Sufrir, es nuestra decisión.
Hoy podemos caer en la tristeza. Sin culpa. Sin ocultamientos. Sin disfraces. Es más, hoy debemos permitirnos caer en ella, abrazarla porque solo cuando la sentimos cerca, nos hacemos presentes a nosotros mismos.
Lleguemos a ella, originales y únicos, desnudos. Pero, lleguemos a ella convencidos de que es la verdad vital que dirige nuestras reflexiones. De que, con el tiempo, nos hará posible el saber y que será gracias a ella que contaremos una historia que fluirá en nuestros recuerdos como corre la arena entre nuestros dedos.