En 1974, la Biblioteca Pública Piloto inauguró su Sala de Arte con una exposición de Fernando Botero. Fue un acontecimiento extraordinario, que presagiaba el mejor futuro para la Piloto y su colección de arte, porque ya entonces se trataba del pintor colombiano más conocido y exitoso en el ámbito internacional, con un estilo claramente definido, basado en el desarrollo de volúmenes esféricos y de colores transparentes.
Pero esa muestra fue, al mismo tiempo, el punto de partida de una larguísima serie de donaciones de obras que Botero ha hecho a la ciudad y a sus instituciones culturales. En efecto, la Piloto conserva como la joya de su colección una gran pintura al óleo que representa a Pedro, el pequeño hijo del artista, obra que, según creo, fue donada a la Biblioteca a raíz de la exposición. El niño había nacido en Nueva York en 1970, hijo del artista y de su segunda esposa Cecilia Zambrano. Cabe recordar que, en la inauguración de la Sala de Arte de la Piloto, Botero también donó al Museo de Antioquia el óleo “Exvoto”, una pintura con la que había participado en la II Bienal de Coltejer en 1970, y que fue el punto de partida de las donaciones al Museo que continúan hasta el presente.
“Pedro”, en la colección de la Piloto, presenta al pequeño con una contundencia que puede definirse como monumental: un monumento que combina, por una parte, la cotidianidad y sencillez de los juguetes que lo acompañan y, por otra, un gesto de trascendencia intemporal. Girado sobre su derecha, el personaje mira al vacío, lo que impide que también nosotros los miremos de frente y nos detengamos en sus ojos. En efecto, Fernando Botero afirma que no quiere que sus figuras miren directamente al observador porque, de esa manera, se evita que ambas miradas queden enganchadas y nos detengamos en su identificación. La mirada desviada de la figura, por el contrario, permite que el espectador se pueda mover libremente a través de la pintura para descubrir su estructura, la fuerza de los volúmenes y hasta las posibles referencias simbólicas y poéticas que encierra.
Pedrito es un pequeño guerrero con el tradicional caballito de palo que monta, armado con una minúscula espada de juguete que empuña en la mano derecha. A sus pies, una serie de juguetes y de cajas, aparentemente desordenadas, pero, en realidad, ubicadas en un sistema de perspectiva que lleva nuestra mirada hacia el borde derecho del cuadro donde descubrimos la salida al aire libre y allí, como si fuera un esquema escolar de pisos térmicos, un amplio paisaje que va desde la puerta de la casa hasta las distantes montañas nevadas. Pero tenemos la sensación de que la figura misma del niño se eleva y es mucho más grande, al movernos desde la parte inferior del cuadro, de tonos más oscuros, hacia el fondo luminoso de la pared, con un complejo contraste de colores claros.
Parece como si el pequeño guerrero estuviera impaciente de que terminara lo más pronto posible la sesión de pintura para poder salir corriendo a conquistar el mundo que empieza a vislumbrar más allá de las paredes que lo rodean. Todo es alegría y claridad en esta pintura, sin asomo de preocupaciones; los distintos elementos participan en el juego, incluidas la pelota y el gato de peluche. De nuevo, las miradas parecen desempeñar un papel fundamental, pues, de los ojos del niño, que nos sacan del marco del cuadro, pasamos necesariamente a los del gato y del caballito, extrañamente vivos y expectantes. Este simple detalle viene a reforzar la certeza de que lo fundamental aquí es el juego del niño y que basta una palabra o un mínimo gesto para que todo se ponga en movimiento y el pequeño guerrero corra hacia el paisaje.
Fernando Botero ha creado este mundo de felicidad en su obra. Y, sin duda, es ese el mundo en el que vive esta pintura. Sin embargo, nunca vemos una obra de arte de manera aislada, en medio de un vacío intemporal, como si se bastara a sí misma. Y, en el caso de “Pedro”, de la colección de la Piloto, no podemos dejar de pensar en el “Pedrito a caballo”, del Museo de Antioquia, del mismo año. Entre ambas obras ocurre la tragedia y Pedrito muere en un accidente automovilístico en el sur de España; el juego da paso al dolor que, necesariamente, nos afecta al mirar también las obras anteriores al drama.
De todas maneras, sigue viva la alegría del niño que jugaba a conquistar el mundo con su espada y su caballito de palo.