/ José Gabriel Baena
Desde que la famosa frase “una imagen vale más que mil palabras” –emanada de la célebre Madison Avenue de Nueva York– se tomó el mundo de la publicidad y de la estética y los valores, pocos han sido quienes se han atrevido a refutarla, sin mucho éxito que digamos. La publicidad, creada para hacernos creer que sin los productos que promociona todos somos unos infelices, y basada en los rostros sonrientes de los anunciadores y protagonistas, es uno de los pilares del capitalismo y su verdadera religión. Pienso a veces en un cuento de ciencia ficción donde un gobierno aparentemente “puro” quiso suprimir las marcas de los productos, cambiándolas simplemente por palabras tan poco atractivas como “pan”, o “aceite”, o “leche”, o “auto”, y así, ad infinítum, resultando en que una inmensa tristeza cubrió el país entero y hubo que volver al viejo sistema de las etiquetas resplandecientes y los comerciales en todos los medios imaginables. Digo estas cosas mientras estreno con grandes dificultades un computador Apple que me regalaron para sustituir a mi destrozado clon sin marca, y justamente después de ver en la tele una película que trata precisamente el viejo asunto de si una imagen vale más que mil palabras, frase que oí por primera vez en un comercial de Nescafé que daban en los matinales por allá en los años 60, donde un adicto a la cafeína se tragaba literalmente entero el pocillo con la marca impresa.
La película Words and pictures, hecha en 2013, pero apenas lanzada para la TV en octubre pasado, es protagonizada por Clive Owen y mi adorada Juliette Binoche. Dicen los críticos cítricos, que no faltan los malditos, que es predecible y “formulaica” –¡bendito sea dios!–, aunque le reconocen algunos hallazgos y hasta la sitúan entre ese género mediomoralista de La sociedad de los poetas muertos y Mr Holland Opus, entre las más notables. Contaré el cuento de manera telegráfica porque es bastante improbable que llegue a los cines.
Colegio de secundaria, de último año en Boston, digamos. Profesor fanático de literatura inglesa y las palabras clásicas, no ligeramente sino bastante alcoholizado, cuyos alumnos son a su vez discípulos de una profesora de pintura (Binoche) que trata de competir con sus imágenes con las teorías de Markus (Owen): ella se aprende todos los días una inmensa palabra polisilábica –pésimanente traducida por UNE-TV–, para humillar al profesor, con quien se entabla entonces una abierta guerra donde toman partido los alumnos. Muchos episodios triviales se generan entre los jóvenes, pero lo que en verdad más cautiva es la singular actuación de mi Juliette como la profesora afectada por la artritis reumatoide, cuyas inmensas pinturas abstractas –de las cuales no se puede decir nada, ni una palabra–, terminan por seducir al profesor y, por qué no, llevarlo hasta su lecho de dolores. La guerra entre las palabras y las imágenes se declara entonces sin ganador claro, quien gana es el amor en un atardecer rosa. ¿Qué pienso yo del asunto? Prefiero las palabras por sobre todas las cosas, “las palabras han sido mis únicos amores, no muchos”, como decía Beckett, aunque algunas pinturas nunca dejarán de fascinarme, como El nacimiento de Venus, de Boticcelli. Pero citaré solo una de Balthus, en una sala del Metropolitan de Nueva York: varias personas en la cima de una montaña, bañadas por el sol y por la sombra. Un misterio. En cuanto a mi palabra más idolatrada: dinero. Y tú, lector, ¿qué tienes en tu corazón?