Uno de los motivos de consulta más frecuentes que atiendo en mujeres entre los 30 y 40 años es el cansancio excesivo, la dificultad para levantarse de la cama, el esfuerzo que deben hacer para cumplir con sus actividades diarias y lo “fundidas” que llegan a la noche. “Es como si se me apagara un fusible”, me dicen.
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Estos síntomas, en la gran mayoría de los casos, vienen acompañados por sentimientos de tristeza, llanto sin motivo, desmotivación y una desconexión profunda con aquello que antes disfrutaban.
“Ya no le encuentro sentido a mi trabajo, a mi relación, a los encuentros con mis amigas”, es una frase común en el consultorio.
No es raro que muchas ya estén medicadas con antidepresivos (para la desmotivación), ansiolíticos (“porque soy muy acelerada, doctora”), o hipnóticos y sedantes (“porque mi cabeza no para y no soy capaz de dormir”).
Los cambios en el peso corporal también acompañan esta sinfonía no tan armoniosa, y terminan convirtiéndose en un círculo vicioso que genera aún más frustración, ansiedad y una búsqueda desesperada de soluciones: pastillas, horas de ejercicio intenso, dietas restrictivas e incluso cirugías extremas.
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Cuando les pregunto sobre su historia, llegamos a un punto que, para mí como médica funcional, es crucial, pero para muchas, completamente inadvertido: su primera menstruación y su forma de planificar.
Un porcentaje altísimo —más del 90%— toma o ha tomado anticonceptivos desde el inicio de su vida fértil. Muchas sin interrupciones, y en muchos casos para paliar síntomas relacionados con desequilibrios hormonales como el acné, la irregularidad en el ciclo o el dolor.
A esta edad, las mujeres están entrando en una etapa donde las hormonas —esos mensajeros que viajan del cerebro a los ovarios para regular el ciclo y preparar el cuerpo para un posible embarazo— comienzan a disminuir. Esta etapa, llamada perimenopausia, empieza mucho antes de lo que se suele creer.
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Y si a ese proceso natural le sumamos el uso de anticonceptivos hormonales combinados, especialmente los de uso continuo, lo que hacemos es “callar” el útero, bloquear el eje hormonal natural: ese sistema inteligente entre el cerebro y los ovarios. Al hacerlo, interrumpimos la producción de hormonas propias, que ya viene en baja. Es como silenciar un instrumento desafinado en vez de afinarlo.
El primer paso es entender que los síntomas no son enemigos. Son señales. Y en esta etapa, el cuerpo necesita descanso, nutrición real, espacios de autocuidado, balance emocional. Tapar las señales con anticonceptivos puede dar alivio momentáneo, pero a largo plazo empobrece aún más el sistema hormonal, aumenta la inflamación, altera la microbiota intestinal y vaginal —ya de por sí vulnerable—, e intensifica el malestar físico y emocional.
Además, si al estrés cotidiano le sumamos una fisiología bloqueada, la combinación puede ser explosiva: más ansiedad, insomnio, depresión, fatiga crónica. Y, muchas veces, un diagnóstico que no contempla el fondo del asunto.
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La solución no es seguir apagando el cuerpo. Es respetar su ritmo, pedir acompañamiento, buscar alternativas personalizadas. Si la razón del uso de anticonceptivos es la planificación, existen otras opciones seguras y no hormonales. No todas las mujeres necesitan lo mismo, pero todas necesitan ser escuchadas.
Por eso, si estás en esta etapa, no te resignes al famoso “es normal” que minimiza tus síntomas. Tampoco te aferres a soluciones rápidas que solo te desconectan más de vos misma.
Esta transición no es una enfermedad: es un cambio. Una oportunidad para revisar cómo estás viviendo, cómo te estás cuidando y qué versión tuya quieres construir a partir de ahora.
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Tu cuerpo habla. No lo calles. Escúchalo, hónralo, acompáñalo.
Reconecta.
Porque también puede ser el comienzo de algo más sabio, más libre y más tuyo.
Acepta.
Renace.