Con esta obra del artista Pablo Guzmán en nuestra portada, iniciamos un recorrido por el arte contemporáneo en Antioquia.
Durante muchos siglos, la apreciación del arte estuvo basada en una idea que hunde sus raíces en el pensamiento de la antigua Grecia y en el trabajo de sus artistas. Se consideraba que la función del arte era la representación más exacta posible de la realidad, aunque no siempre era claro si esa idea consistía en reproducir las apariencias de la naturaleza o en revelar las leyes o estructuras que la rigen. De todas maneras, el artista debía realizar una obra técnicamente perfecta. De hecho, para referirse a estos trabajos, los griegos utilizaban la palabra “tecné”, de donde deriva el concepto de “técnica”; los romanos hablan de “arte”, un vocablo que carga la misma idea.
En definitiva, el artista es quien sabe hacer esa representación de la naturaleza: un punto de vista que condujo a privilegiar el aspecto técnico de la producción artística, el denominado “oficio”, lo que se reforzó con normas académicas que llegaron a bloquear la creatividad. Quienes se acercaban a la obra consideraban que era valiosa si reproducía la naturaleza de forma exacta con una técnica perfecta. Sin embargo, cuando los movimientos antiacadémicos de los siglos XIX y XX rompieron con esas ideas, muchos creyeron que el arte había muerto porque ya nadie dominaba el oficio ni era capaz de crear pinturas o esculturas con la perfección de las técnicas tradicionales.
Por eso, resulta tan asombroso el trabajo de muchos jóvenes artistas que, dentro de contextos claramente contemporáneos y antitradicionales, revelan una capacidad técnica excepcional pero que, sin limitarse a los oficios, se abren a la reflexión sobre los problemas de arte. Es el caso de Pablo Guzmán, un pintor tan exacto que nos hace dudar sobre la realidad de lo que estamos viendo y, al mismo tiempo, nos pone a pensar porque nos comunica inquietudes y preguntas. Pero son preguntas que no están cerradas, sino que, como ocurre siempre con el arte, se potencian y multiplican a partir de las experiencias diferentes que vive cada persona que llega ante sus obras y dialoga con ellas.
Serie No. 2, de Pablo Guzmán, resulta fascinante y nos atrapa desde el primer momento con su dominio asombroso de la técnica del óleo. Pero, según creo, si nos detenemos y nos damos el tiempo necesario para dialogar con la obra, empezarán a surgir preguntas que posiblemente estarán relacionadas con las intenciones del artista al crearla. Dos pueden ser casi inmediatas, sobre lo presentado y sobre el proceso de concepción.
Por una parte, Pablo Guzmán nos entrega una especie de paisaje o de bodegón muy insólito en el mundo del arte; un detalle tomado de la realidad cotidiana, privado de toda exaltación poética; un elemento utilitario del mundo de la construcción, necesario pero pasajero, efímero en el contexto urbano. Y, sin embargo, monumental, con la dignidad de una imagen sagrada ante la que nos detenemos con respeto.
Y, por otra parte, resulta evidente que la intención del artista transforma unos andamios concretos en una especie de realidad abstracta o metafísica. La perfecta materialidad del óleo salta sobre la materialidad y apariencia de los objetos para aproximarnos a su dimensión estructural. Pero no se trata de las formas geométricas, sino, en un sentido más profundo, de la elaboración conceptual necesaria para llevarnos a reflexionar sobre nosotros mismos a partir del descubrimiento de un mundo siempre presente pero que no vivimos.
Porque, en definitiva, el arte radica en el potencial de pensamiento que genera.