La existencia de maestros y discípulos ha sido un hecho esencial en toda la historia del arte. Se dice que “el artista nace, no se hace”; y aunque esa afirmación puede tener un fondo de verdad, es igualmente cierto que no existe un artista sin vínculos con los procesos que lo han antecedido y con el contexto en el cual trabaja. No es arbitrario que a los grandes artistas los identifiquemos como “maestros”; de hecho, sabemos que ellos generan formas de trabajar y producir arte que influyen sobre las generaciones posteriores.
Por tanto, no es extraño que estos maestros, desde la antigüedad hasta el presente, dentro de muy diversos modelos pedagógicos, hayan dedicado una parte importante de su trabajo a la enseñanza y formación de los nuevos creadores.
Lo que sí resulta excepcional es un caso como el de Óscar Jaramillo (Medellín, 1947): 75 artistas que se reconocen como alumnos suyos reúnen sus obras, junto a cuatro reproducciones de trabajos del Maestro, en un homenaje a su legado que presenta el Museo El Castillo. ¡75 voces que reconocen su influencia significan, necesariamente, que Óscar Jaramillo ha trazado un surco muy profundo en el arte colombiano contemporáneo!
Pero ¿qué es lo que un Maestro como Óscar Jaramillo enseña a sus alumnos? No es una pregunta fácil. Pero sí hay una respuesta primera que, por su condición negativa, ayuda a despejar el territorio: un Maestro no enseña a sus alumnos a pintar o dibujar como él; no les enseña a producir las obras que él mismo crea, porque, en definitiva, eso solo sería llevarlos a ser imitadores o copistas de una obra ajena, es decir, algo que no tiene nada que ver con el arte que se determina por valores de originalidad y de creatividad. En otras palabras, un artista es “él mismo”, jamás no una copia de su maestro.
En el siglo XVIII el filósofo Emmanuel Kant, ante la misma pregunta, afirmaba que el papel del artista Maestro es ser ejemplar para sus alumnos, es decir, inducirlos a beber de las mismas fuentes de las que él bebió, pero no para que hagan lo que él hizo sino para que descubran en el Maestro las posibilidades de aprovecharse de esas fuentes.
Frente a un Maestro tan rico de sentido como Óscar Jaramillo se debe evitar la tentación de esquematizar los valores que confluyen en su obra y que, a través de la docencia, revelan su potencia creativa frente a sus alumnos. Pero, con el riesgo de caer en simplismos teóricos, quizá convendría señalar tres asuntos que, desde mi punto de vista, revisten especial interés.
En primer lugar, Óscar Jaramillo develó el mundo de los bajos fondos que, de forma hipócrita, la sociedad, que los disfrutaba y explotaban, se negaba a reconocer. Y con ello abrió un camino a la modernidad que nuestras tradiciones rechazaban a partir de prejuicios de normalidad y moralismo. Un mundo de cantinas, prostíbulos y calles “peligrosas” que hacen patente aquella “belleza de lo horrible” que descubría Charles Baudelaire en la París del siglo XIX. Es decir, Óscar Jaramillo nos revela que la realidad es más compleja y va más lejos que nuestras ideas patriarcales.
En segundo lugar, Óscar Jaramillo afirma la necesidad, no sólo de ver, sino, sobre todo, de mirar. Con intensidad y respeto. No era posible llegar a aquellos mundos con una cámara fotográfica; era necesario llevarse todo en la mirada y recrear la realidad concreta a partir de algo tan poco concreto como el recuerdo y la imaginación. Es decir, Óscar Jaramillo nos revela cómo captar esa compleja realidad.
Y, en tercer lugar, Óscar Jaramillo sabe muy bien que el dibujo es una abstracción, un diseño, no una simple transcripción de lo mirado sino, más bien, una aproximación conceptual y teórica que le permite descubrir y sugerir el valor exquisito de esa belleza de lo horrible.
¡Un gran Maestro! ¡Con razón lo quieren tanto sus alumnos!