Los espíritus fuertes parecen sentirse cómodos en los cuerpos frágiles. Basta pensar en Joyce Carol Oates para entender que el poder de las palabras no necesita muchos músculos.
El Instituto Cervantes de Madrid ocupa un edificio enorme y palaciego, a pocos metros de la Puerta de Alcalá y el parque del Retiro. El sitio es austero y solemne. Cuesta imaginarse a Cervantes recorriéndolo. Allí trabaja Consuelo Triviño. Se dedica a darles vida y vuelo a las mejores expresiones del idioma.
Aparece al fondo de un pasillo enorme y, por más que se acerca, no aumenta de tamaño. Cuando ofrece las mejillas es inevitable pensar que esta mujer de gestos dulces es la mismísima Clara, que dejamos apenas adolescente en un internado, en las páginas finales de Prohibido salir a la calle. Lo único diferente es que su actitud parlanchina decidió con el tiempo expresarse por escrito.
Su figura menuda no engaña. Los espíritus fuertes parecen sentirse cómodos en los cuerpos frágiles. Basta pensar en Joyce Carol Oates para entender que el poder de las palabras no necesita muchos músculos.
Un café cerca de allí es lo recomendable. A pesar de los meses de mensajes, la presencia real tiene dimensiones que es mejor explorar con cautela: las expectativas, las historias personales, la actitud frente a la situación política del país de origen.
Consuelo Triviño ha hecho una obra admirable sin pedir permiso a nadie y sin mendigar aplausos. Además de Prohibido salir a la calle (1998), su novela ya clásica, ha publicado ensayos, colecciones de cuentos y otras novelas cuyos méritos han reconocido los que saben del asunto: La semilla de la ira (2008), un retrato sensible y certero de José María Vargas Vila, Una isla en la luna (2009), y Transterrados (2018), una obra de madurez sobre esas multitudes desarraigadas que deambulan por España.
Consuelo Triviño es una lectora voraz y agradecida. Hace un poco más de veinte años llegó a Madrid para hacer un doctorado en filología románica y se ha ocupado en valorar la obra de autores como Cervantes, José Martí y Germán Arciniegas. A ella le debemos que se conozca buena parte del diario inédito de Vargas Vila, que está guardado en una caja de seguridad del gobierno cubano.
Las intrigas cortesanas del mundillo literario la tienen sin cuidado. Hace tiempo comprendió que lo mejor era encontrar una manera de escribir sin comprometer su libertad creativa. Por eso repite gustosa las palabras de Martí: “Ganado tengo el pan, hágase el verso”, y las de Antonio Machado: “Con mi dinero pago la casa donde habito… y al cabo, nada os debo, debéisme cuanto he escrito”. El único problema es que, si nos cobra la deuda, no vamos a tener con qué pagarle.