/ Gustavo Arango
Hace diecisiete años tuve una experiencia memorable: durante tres días participé en un taller de narración periodística dictado por Gabriel García Márquez en Barranquilla. He atesorado gestos y palabras de esos días. He escrito con detalle sobre lo ocurrido en el taller. Sigo pensando que ese pedazo de semana tiene un lugar de privilegio en la galería de mi vida.
El último día del taller, el sábado 20 de diciembre de 1997, el grupo estaba eufórico y ojeroso. La noche anterior, whisky en mano, el maestro nos había enseñado a divertirnos. Ahora nos daba la lección de atender puntuales con las obligaciones de nuestro hermoso oficio. Recuerdo que tuve que levantarme a la mesita del café y que la distancia me ayudó a ser más consciente de ese instante. Todos lo escuchaban con reverencia. Hablaba de su amor por la poesía. Cuando volví a sentarme empezaba a recitar chicanero las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique, aquellas que insisten en recordarnos que “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”.
No las recitó completas, pero llegó muy lejos. Siempre que pienso en el silencio y el olvido que ahora envuelven su vida, recuerdo ese hermoso instante en Barranquilla. Ahora he vuelto a recordarlo al terminar de releer El amor en los tiempos del cólera, con ese par de amantes residiendo para siempre en la corriente del río.
Los buenos libros se distinguen porque no dejan de sorprendernos. Este nuevo recorrido por las páginas de la novela favorita de su autor me ha mostrado las sutiles perfecciones de su arte. He descubierto pequeños tesoros idiomáticos e historias diminutas que estremecen de sólo recordarlas: la muñeca que no deja de crecer, la imagen en un espejo que también piensa en su amada, la blanca mujer fantasma que saluda a los viajeros. He sentido también que ahora estoy más preparado para su conmovedor final.
Tanto Cien años de soledad como El amor en los tiempos del cólera son largos preparativos para una o dos frases que se encuentran casi al final. Luego hablaré de la primera, por lo pronto quiero decir que todos los amores de Florentino, que el largo y tortuoso acercamiento con Fermina y que la expresión más pura de toda vida afectiva están en ese instante en que los dos, por fin, han superado los obstáculos: “Transcurrían en silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor. Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte”.
Podría hablar en detalle de la elección de palabras, de las repeticiones, de las estructuras idiomáticas; pero ese será un placer para otra ocasión. Ahora sólo quiero señalar lo certeras, lo elocuentes, lo perfectas que resultan esas frases. Se necesitaba alguien que hubiera vivido mucho y con mucha sed de absoluto para escribirlas. Se necesitaba alguien que hubiera sentido que el corazón se le partía en pedazos de tanto amor para dar. Se requería alguien consciente del poder delimitador de la muerte para darle al final de esa novela ese éxtasis tranquilo en que se exalta la libertad esencial del ser humano con la sospecha de que es la vida, y no la muerte, la que no tiene límites.
Oneonta, marzo de 2014.
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