/ Esteban Carlos Mejía
Muy jovencito, en unas vacaciones del colegio, leí La paga de los soldados, primera novela de William Faulkner, publicada en 1926. No entendí nada. Después leí ¡Absalón, Absalón!, de 1936, y tampoco entendí nada. En seguida me le clavé a El ruido y la furia, 1929, y, peor, ahí sí no entendí ni… forro. Aún ignoraba que los libros llegan a uno cuando deben llegar, ni antes ni después, en el justo momento de tu (in)madurez cerebral, anímica e intelectual. Me quedó, eso sí, la sensación de que ese gringo era un escriba extraordinario, más allá de la precisión cinematográfica de John Steinbeck y lejos de la varonil impertinencia de Ernest Hemingway y más acá de las experimentaciones de John Dos Passos y a un lado del sentimentalismo burgués de F. Scott Fitzgerald. Porque la escritura de Faulkner tiene duende, como decía Federico García Lorca: el duende de la originalidad y la consistencia narrativa, la independencia espiritual de un creador sin ambages ni cortapisas, hecho para ser leído con veneración y respeto, en perpetuo trance de levitación.
Todo empezó con Sherwood Anderson, el huraño y feliz inventor de Winesburg, Ohio, un territorio ficticio único en las literaturas del siglo 20. Winesburg, Ohio, engendró al condado de Yoknapatawpha en William Faulkner. Y Yoknapatawpha engendró a Comala en Juan Rulfo. Y Comala engendró a Macondo en Gabriel García Márquez y a Cuévano, capital del Estado del Plan de Abajo, en Jorge Ibargüengoitia y décadas después a Pampa Hundida en Carlos Franz. Una dichosa concatenación de utopías. ¿Quieren pruebas? Jodida la vaina, porque tengo el gran vacío de no ser fiscal ni magíster en hermenéutica literaria. Apenas soy un lector que escribe ficción. Pero, así como les digo fue. ¡Por esta Santa Cruz que redimió al mundo!
Ahora estoy releyendo a Faulkner, William, en la colección de Debolsillo, de Penguin Random House Grupo Editorial. Leyéndolo amorosa y morosamente. Con el afán de la beatitud en cada página, con el goce más pagano en cada beso de sus mujeres y en cada disparate de sus hombres. Con el coronel John Sartoris al mando y entre los brazos de Narcissa Benbow, histérica, pero hermosa. O al revés, hermosa, pero histérica. ¡Faulkner, rey de reyes!
* Body copy. “-¿Usted me aconseja el matrimonio? –preguntó Narcissa.
-Yo no le aconsejaría a nadie que se casara –le dijo miss Jenny-. No serás feliz, pero las mujeres no están aún lo bastante civilizadas para ser felices sin casarse, de manera que no pierdes nada probando. De todas formas, aguantamos cualquier cosa. Y el cambio es bueno para la gente. Al menos eso es lo que se dice.
Pero Narcissa no lo creía. “No me casaré nunca”, se prometió. Los hombres… el origen de la infelicidad era dar cabida a los hombres en la vida de una. “Y si no he sido capaz de conservar a mi hermano Horace, queriéndolo como lo quería…”. Bayard estaba dormido. Narcissa cogió el libro y leyó para sus adentros, sobre extrañas gentes en un mundo extraño donde las cosas sucedían como deben suceder. Las sombras se alargaban en dirección al oriente. Siguió leyendo, lejos de las cosas mudables”.
Sartoris, 1929. William Faulkner.
* * Vademécum. ¿Ambages? “Rodeos o caminos intrincados, como los de un laberinto”. ¿Cortapisa? “Condición o restricción con que se concede o se posee algo”. ¿Hermenéutica? “Arte de interpretar textos, originalmente textos sagrados”. ¿Morosamente? “De manera morosa. Con lentitud, dilación, demora”.
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