/ Esteban Carlos Mejía
Me dio brega acostumbrarme, pero lo logré. Al principio, lo confieso no sin pudor, sentía un poquito de vergüenza. A veces hasta me ponía colorado. ¿Hacer eso a cualquier hora? ¿En cualquier momento? ¡Qué vicio, por Júpiter tronante! “Soy raro”, me culpaba compungido. “Raro, anormal, pintoresco, huérfano.” Con displicencia y algo de soberbia fui aceptando mi delirio, mi monomanía, digamos. Dejé de inhibirme, dejé de martirizarme. Olvidé o descarté el qué dirán. Empecé a aguantar de buen modo las miradas de censura, incomprensión y desdén. Incluso, llegaron a gustarme las palmaditas en la espalda que me daban otros depravados. “Es la espiral del pecado”, como decía Mamá Julia, mi abuelita del alma. “Uno cae y no para.” O en palabras de Thomas de Quincey: “Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse.” Así me pasa a mí: empiezo a leer en la madrugada y acabo, es un decir, a la medianoche.
Es casi un placer pre-erótico. El sol se asoma con parsimonia por el borde del valle y yo, a plena luz de neón o con una lámpara led, me pongo a leer, medio entumecido por el fresco del amanecer. El cerebro titubea, aún en duermevela: no apto para razonar. La mente bucea en una nebulosa sin fin, impenetrable y silenciosa. Entonces cada párrafo es más nítido que el anterior, cada frase es más pertinente que la siguiente. Leer a la madrugada: delicia de delicias.
Y a la medianoche, ni se diga. Ah, el conticinio. Así como suena, conticinio, uno de mis arcaísmos más amados. El conticinio es la “hora de la noche, en que todo está en silencio”. En este caso, conticinĭum interruptus, porque en Envigado tiran voladores no sólo en la alborada del 1° de diciembre sino todas las noches, voladores y tacos y volcanes de pólvora en código morse, de loma a loma, con secretos en sociedad, parte de mala urbanidad. La luz es la misma del amanecer, neón o, incluso, una más potente. El cuerpo no espabila, ya casi exhausto, las neuronas en ralentí, la vida en murmullos de amor o de insomnio. O de letargo: a esa hora no leo, divago sobre lo leído a la madrugada y durante el día, invento o fantaseo, repaso, apruebo, especulo, hasta bostezo, me niego a rendirme. A la medianoche cada oración es un criptograma, un desafío, la anunciación del ángel del sueño.
Amo leer a la madrugada y a la medianoche. Me gusta leer a cualquier hora, en cualquier momento, no importa cuándo. Ya me acostumbré. No es sino que un libro de ficción me haga señitas para que la pasión de leer me obnubile de sopetón y con fuerza, como una tromba o un tsunami. Dicen los taoístas: leer es dejar de ser. Nada mejor para un caramelo escaso como yo.
* Body copy. “Cuando se está enamorado, el amor es tan grande que no cabe en nosotros: irradia hacia la persona amada, se encuentra allí con una superficie que le corta el paso y le hace volverse a su punto de partida; y esa ternura que nos devuelve el choque, nuestra propia ternura, es lo que llamamos sentimientos ajenos, y nos gusta más nuestro amor al tornar que al ir, porque no notamos que procede de nosotros mismos.”
Marcel Proust. A la sombra de las muchachas en flor, 1919.
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