Está un poco más fuerte que hace dos días, pero no lo suficiente para que alguien se atreva a hacer un pronóstico optimista. Tiene los ojos cerrados. Respira suave para evitar el vértigo de la debilidad. Procura tener a raya las náuseas que le despiertan las papillas. Acopia fuerzas y palabras porque quiere sonar claro.
“En estos días he hecho como un examen”, los visitantes guardan un silencio solemne. Se refiere a las tardes eternas del verano en las que nadie viene, a las largas noches solitarias: “He podido hacer mi reflexión”.
En septiembre, si es que llega, cumplirá noventa y cinco. Hace tres semanas ingresó a un hospital. Hace dos fue trasladado al centro geriátrico Isabella, en el alto Manhattan. Lleva ya un buen tiempo lejos de su casa y no se sabe si podrá regresar.
“He visto muchas cosas. No lo he visto todo, pero he visto mucho”.
Es Nereo, el hombre que a mitad del siglo 20 recorrió toda Colombia fotografiándola, el poeta de la luz y de las sombras, el notario de los rostros que han hecho nuestra historia en los últimos 65 años, el reportero oportuno y recursivo que registró visitas papales o fiestas de premio Nobel. Es Nereo, el padre de la fotografía en Colombia, preparándose para morir lejos de Colombia.
“He escuchado muchas cosas”.
Su mente está lúcida pero su cuerpo empieza a fallar. Está pálido y su delgadez es extrema. Sus ojos azules tienen un brillo intenso. Reconoce a quienes lo visitan y hace chistes. Dice que le preguntó a su médico de qué se va a morir y que el otro le respondió: “De viejo; tú eres como un camión viejo”. Ahora su tono es transcendental:
“He vivido”.
Pero no encuentra la manera de morir. Intenta abandonarse, intenta decir que está listo, pero la vida se impone, parece cobrarle ese momento de debilidad hace tres décadas, cuando la bancarrota lo condujo al borde del suicidio, y una circunstancia milagrosa lo llevó a reinventarse fuera de su país.
“El ciclo está completo”, dice sin convencimiento. “Todo en la vida es ciclos. Ya no tengo más que dar”.
Nació en Cartagena y quedó huérfano muy temprano. Bromea diciendo que, en su caso, no puede decir que la longevidad sea hereditaria. Fue actor de cine, administrador de un teatro y muchas otras cosas, hasta que encontró una cámara y se dedicó a plasmar las sencillas maravillas de la vida cotidiana. Amó y fue amado con intensidad (“dos cosas enamoran a las mujeres: la fotografía y el baile”). En Nueva York tuvo una segunda juventud. Se movía feliz en los trenes. Seguía creando series fotográficas. Cultivó el gusto exquisito por los espectáculos de ballet. Hace unas semanas empezó a invadirlo una debilidad de la que no parece capaz de reponerse.
“Mi reflexión no es una reflexión loca. Tengo proyectos, pero si no tengo el fuego suficiente para qué pensar en eso. Si estuviera bien diría: ‘Tengo que curarme para hacerlos’”.
Está contento porque en Colombia acaba de salir un libro hermoso con sus fotografías. El tesoro fotográfico que deja es invaluable. Sabe –hace mucho lo supo– que por mucho que viva, el reconocimiento de su país solo vendrá cuando se muera. Sólo hay una persona en este mundo que conoce el valor verdadero de todo lo que ha hecho: Nereo mismo, ese hombre digno y reducido que trata de resignarse, de abandonarse a la muerte, para después alzar el rostro y seguir vivo.
Entonces entrega destilada su larga reflexión: “Colombia es un país bello… es hermoso. Bello, bello. Lo que pasa es que lo maltratan. Lo llevan por el abismo”.
Nueva York, Agosto de 2015.
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