Todas las historias de esta columna están basadas en hechos de la vida real. Los personajes, aunque quisiera, no son producto de la ficción.
La reunión llegó a su punto final. El hombre de la agencia terminó de exponer su portafolio de servicios. En la sala éramos cuatro personas: dos de mis compañeros de trabajo, el ciudadano y yo. “¿Qué pensás, hermano?, ¿te gusta lo que ves?”, le preguntó a uno de mis coequiperos, quien, a su vez, respondió:
“Gracias. Sin embargo, me explicaste todo a mí y nada a ella y ella es la que decide, te presento a mi jefe”.
En otra dimensión – puede ser una sala de juntas – una mujer a la que admiro explica con detenimiento un proceso organizacional. Encuentro genialidad en todo lo que dice; pero, si no fuera por otras tres mujeres, parecería estar sola en esa comprensión. Otra persona, un hombre, dice exactamente lo mismo que ella acaba de decir. “Parafrasear”, es el verbo que usamos para lo que acaba de suceder. Tal vez lo dijo más duro, con menos belleza y manoteando más fuerte. Más de la mitad de la sala, repleta de señores, aplauden, asienten con la cabeza y celebran haber encontrado una solución.
Para cambiar de lugar, desde el escritorio de una universidad, una buena amiga, feminista, estudiosa y experta en temas de cuidado, escucha atentamente la exposición de un par de genios creativos. Al finalizar, uno de ellos le da unas cuantas explicaciones sobre qué significa ser mujer, qué es el feminismo y le reitera que “las mujeres antioqueñas nacimos para cuidar”. Ella intenta debatir, se opone y contradice con argumentos a lo cual él concluye que “esas son ideas de la academia”.
No es casual que a muchas mujeres estas situaciones, basadas en hechos de la vida real y cuyos personajes NO fueron producto de la ficción, nos resulten familiares. A ese estado coloquial de las cosas se le pueden sumar un par de descripciones más: esa clase de hombres que describo, muy pocas veces nos miran a los ojos y, a pesar de todo lo que hemos hecho – que es mucho – para demostrar que somos sus semejantes, no nos consideran sus pares, ya sea por sesgo, capricho o una situación de privilegio a la que prefieren no renunciar.
Reconozco y celebro los muchos cambios que hemos vivido como sociedad; gracias a ellos puedo nombrarme y reconocerme como “mujer líder”. En ese mismo camino abrazo a los muchos hombres, compañeros de trabajo y jefes, que han sido parte fundamental de mi crecimiento. Sin embargo, esa celebración no me impide reconocer que todavía tenemos muchos retos para lograr relaciones de paridad en la sociedad, la familia y, como intenta expresarlo esta columna, en los entornos laborales.
Podríamos comenzar por reconocer la presencia femenina en una reunión, por escuchar atentamente lo que nuestras compañeras tienen para decirnos – también es un reto entre las mujeres -, no intentar todo el tiempo parafrasear lo que dice la otra y valorar su palabra, sus conocimientos y la experiencia que ha recogido. Por último y siendo tal vez la acción más sencilla: podrían comenzar por mirarnos a los ojos y reconocer que lo que se encuentran son dos seres humanos con los mismos derechos. Como bien lo expresa la escritora Rebecca Solnit:
“No podemos cambiar lo que no reconocemos”.