Tras derribar la idea del Niño Jesús el 24 de diciembre, sabemos que hay otra historia de fascinación ficcional de la humanidad que no existe: el futuro. Se supone una cierta claridad en que es un efecto de la imaginación, un acuerdo virtual que hacemos los humanos para soportar el presente, ganarle al estado anímico de la melancolía y no permitir que los imaginarios caóticos sean los únicos que entren en disputa. Sin embargo, cuando se trata de futuro, pareciera ser que una buena mayoría de nosotros necesitara con frecuencia de algún tipo de cálculo que nos haga creer en los días que vendrán.
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Muchos son los antepasados de las predicciones. Podemos comenzar por las adivinanzas tribales, la astrología, los secretos que esconden y escondieron el fuego, el relámpago, el sol y la luna. No hay que olvidarse de las palabras de los dioses, sea cual sea la religión, y mucho menos de los sueños. Ahora, no son pocos los representantes actuales del universo predictivo. Existen múltiples formas del marketing con tecnología de punta e individualizaciones certeras que saben cuál será la próxima decisión que tomemos. Y, cómo ignorarlas, están las inteligencias artificiales.
La necesidad de la predicción como base de la comprensión y la decisión tiene como consecuencia, según la socióloga Elena Esposito en su libro Artificial Communication: How Algorithms Produce Social Intelligences, citado por Marina Garcés, el retorno a las prácticas adivinatorias de tipo más ancestral. “Lo más avanzado de la tecnología nos vuelve a lo más antiguo de la cultura: la necesidad de dominar la incertidumbre”.
En nuestros días, quien tiene el poder es aquel capaz de predecir. Sucede con individuos, organizaciones y gobiernos. Ocupan lugares similares los escenarios de riesgos, aciertos, éxitos o fracasos. Lo único importante es saber aquello que pasará, restando, de alguna manera, toda importancia a la posibilidad profundamente humana del accidente, el cambio, el azar o la casualidad. La predicción, señala Marina Garcés en su libro El tiempo de las promesas, “ocupa su lugar como la reina de las nuevas formas de racionalidad”.
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¿Puede un exceso de predicción atontarnos (quería usar la palabra atolondrar)? Ante el exceso de predicciones, tal vez sea bueno abrazar la incertidumbre como esa pulsión que, aunque a veces nos genere ansiedad, nos hace pensar y nos impulsa a hacer. A la sorpresa y la curiosidad, que nos ayudan a descubrir, y a la promesa que, aunque también es una palabra que condiciona el futuro, no resulta ser un cálculo sino una forma de la condición humana.
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