En nuestra portada, la obra Vértice Diáfano, de Nadir Figueroa, un artista barranquillero que ha vivido gran parte de su vida y la totalidad de su carrera en Medellín.
Durante gran parte de la historia del arte se dio como un hecho evidente que existía una diferencia esencial entre la forma y el contenido de una obra. El contenido era la idea, la sensación, la sugerencia, el punto de vista o la emoción que el artista quería transmitirnos, mientras que las formas se referían a los medios técnicos para lograrlo. Como resulta claro, lo importante era la idea; lo demás era accidental y secundario.
Muchas veces se afirmó, incluso, que grandes artistas como Miguel Ángel o Picasso podían cambiar a voluntad de técnica (pintura, escultura, poesía) para comunicar la misma idea. Si bien esa afirmación puede ser verdadera en cierto sentido, pasa por alto que el interés del artista no se limita a transmitir una idea, sino que lo hace en la creación de una obra. En otras palabras, que los medios, formas, técnicas y oficios no son un accidente: sin ellos no existiría una obra específica, que es esencialmente distinta de cualquier otra en la que los mismos intereses significativos se desplieguen en medios diversos: utilizando la distinción tradicional, son diferentes también en su contenido porque, en definitiva, son “significados encarnados” que dejan de existir si se deja de lado el medio en el cual se encarnan.
Nadir Figueroa (Barranquilla, 1983) pinta paisajes. En el plano de esa simple afirmación, y más cuando nos enfrentamos solo a una imagen fotográfica de la obra, podría leerse que la suya es una obra relativamente tradicional que se plantea el arte como una forma de contemplación a través de la cual se ofrecen al observador las apariencias de la realidad. Es justamente lo que ocurre si se cree que los medios son accidentales. Sin embargo, todo se transforma cuando nos damos cuenta de que la obra no es un lienzo sino una pieza de concreto; que los colores no son brochazos sobre la superficie, sino que resultan de la mezcla de pigmentos con el concreto en el momento del vaciado, que es, por tanto, un proceso muy complejo para lograr la creación de espacios y atmósferas; y que los puntos luminosos de la ciudad creada tampoco son toques de pincel sino fibras ópticas y luces led que transforman la obra en una realidad vibrante.
Dentro de la serie de trabajos que utilizan estos procesos se encuentra la obra monumental “Fragmentos nocturnos”, de 2019, instalada en el edificio de la Cámara de Comercio de la avenida El Poblado.
La pintura de paisaje, que se despliega sobre todo a partir del siglo XVII, representaba ya una ruptura muy compleja con la tradición, porque se dejaban de lado los asuntos religiosos, históricos o políticos anteriores y se abría la pintura a la riqueza del mundo natural y de la ciudad donde el hombre ya no es el centro ni la medida de todas las cosas. En una obra como la de Nadir Figueroa descubrimos que la ruptura implícita en el paisaje se ha profundizado en el arte contemporáneo y ahora hace explícitos otros niveles de significación.
Ya no se trata solo de contemplar el mundo o la ciudad. Como significado encarnado, este paisaje nos hace reflexionar acerca de nosotros mismos en el contexto urbano de concreto y de luces, de estructuras invasoras que sumergen la naturaleza en un espacio que perdimos y de brillos transitorios e intrascendentes en un tiempo que se nos escapa irremediablemente.