Desde que tengo memoria, he sido aficionada al fútbol y a los deportes en general. Era difícil evitarlo: la menor de tres hermanos y la única mujer, con un papá muy aficionado a los deportes, especialmente el fútbol y el béisbol.
Por eso, la inesperada muerte de Diogo Jota, el delantero del Liverpool, junto con su hermano Andre Silva, me impactó bastante, y guardadas las proporciones, se sintió como la muerte de una persona muy cercana.
Cuando se es aficionado (no confundir con fanático), los jugadores se convierten en una especie de familiares, que te brindan inmensa alegría en el triunfo y tristeza y desazón en la derrota (aunque después de uno y otra, siempre saldrá el sol).
En mi proceso de duelo por el fallecimiento de mi esposo hace algunos años, el fútbol, especialmente el del Liverpool de la era de Klopp, ha sido un bálsamo, generador de bienestar y consuelo, se ha convertido en mi lugar feliz. La historia del equipo, de la ciudad, las dificultades por las que atravesó, especialmente en la década de los ochenta, donde inclusive se develaría más tarde que hubo un plan de “declive gestionado” desde el gobierno de la época, son factores que han influido en mi afición por el equipo.
Tengo amigas que meditan. Yo veo fútbol. Durante más de noventa minutos, el mundo se paraliza, y todo gira en torno al balón y a los veintidós jugadores que lo disputan en el campo de juego. Ver un buen partido hace que te olvides de todo. Es una afición que no es fácil de explicar, solo entendible por aquellos que la comparten.
En mi casa, la costumbre era verlo sin conversar de otros temas, con el televisor sin volumen, siguiendo la transmisión por radio. Hoy en día eso no es posible, porque mientras están cuadrando el balón para cobrar el tiro de esquina, el locutor en la radio ya está cantando el gol y le arruina a uno la emoción (y ni qué decir cuando se trata de un penalti). Pobre de aquél que se le ocurriera llamar por teléfono durante un partido, “…pero a quién se le ocurre llamar a esta hora, ¿es que no están viendo el partido?” decíamos todos casi en coro.
La reacción en el ámbito mundial por parte de aficionados, dirigentes, técnicos y jugadores (inclusive rivales en la cancha, que celebraron los goles como él los celebraba, en una clara intención de rendirle homenaje), nos hicieron recordar que el fútbol es mucho más que un juego: es una familia.
A nivel local, quienes lo vivimos, aún tenemos muy presente cómo la gente se lanzó a las calles para despedir a Andrés Escobar, asesinado el 2 de julio de 1994, dejando un sentimiento de tristeza que aún persiste entre quienes lo vimos jugar.
La tragedia del avión del Chapecoense en 2016, sacó lo mejor de la solidaridad de la familia del fútbol (cuando solicitaron la presencia de voluntarios que supieran hablar portugués, fue tal la cantidad que se ofrecieron, que tuvieron que devolverlos); y a miles de kilómetros de Medellín, en Anfield, el estadio del Liverpool, durante el minuto de silencio observado en homenaje a los futbolistas fallecidos, se podía escuchar el zumbido de una mosca.
Cuando la esposa de Cristiano Ronaldo perdió un bebé, días antes de un encuentro entre el Manchester United y el Liverpool, en Anfield, justo en el minuto 7, todo el estadio aplaudió a CR7 durante un minuto. La familia es solidaria.
Liverpool no ha sido ajeno a las tragedias: 1985, Heysel (Bélgica); 1989, Hillsborough (Inglaterra), esta última conmemorada con el número 97 estampado en la camiseta del equipo y en el memorial en Anfield, para recordar a las víctimas del penoso episodio. Es por esto que no sorprende la reacción de los aficionados, que cubrieron con un tapete de flores y mensajes, las afueras del estadio. Aún los equipos rivales han tenido gestos sobrecogedores, como el homenaje rendido el pasado domingo, en el primer partido amistoso de la pretemporada, contra el Preston (de segunda división), donde el capitán del equipo local colocó una corona de flores justo en frente de la tribuna ocupada por los aficionados visitantes del Liverpool, mientras una cantante interpretaba You’ll Never Walk Alone (imposible contener las lágrimas).
Diogo Jota nos demostró que los sueños pueden cumplirse: a los seis años quería ser jugador de fútbol, tanto en la selección de Portugal, como en un equipo europeo. Este último sueño creyó haberlo cumplido cuando llegó al Wolverhampton de Inglaterra, pero continuó ascendiendo y triunfó con el Liverpool. El muchacho de Portugal, que llegó en el 20, les dio el título número 20 y jugaba con el 20; ese 20 que será ahora eterno, pues el equipo decidió retirar el número de la camiseta en todos los niveles (profesional, femenino y en las divisiones menores.
En menos de dos meses, en lo que parecía un verano perfecto, ganó la Premier League con Liverpool; la UEFA Nations League con Portugal; se casó con el amor de su vida y madre de sus tres hijos; y falleció en un accidente automovilístico, lo que nos demuestra (como dice la canción de Sting) cuán frágiles somos.
Sí, la familia del fútbol está de luto, la temporada no será la misma. R.I.P. Diogo Jota, nunca caminarás solo.