En el taller de Mindfulness en el pueblo perdido de Unadilla, terminé haciéndome consciente de lo lejos que mis pasos me han traído. Hasta de la existencia de los dedos de los pies.
Cuando alguien dice Nueva York, nos vienen a la mente luces y multitudes, vapores que suben desde las alcantarillas, tiendas, rascacielos, trenes y vehículos de lujo. También es posible que se piense en lugares como el Parque Central o el deslumbrante cruce de calles de Time’s Square, o en sectores precisos de Queens, Brooklyn, el Bronx, Staten Island o Manhattan.
Pero hay otro Nueva York que es muy distinto. Me refiero al estado de Nueva York: un territorio más grande que Nicaragua, donde la ciudad del mismo nombre es lo menos representativo. Más de seiscientos kilómetros separan la Gran Manzana y las cataratas del Niágara, y alrededor de esa diagonal se extiende un mundo de maravillas naturales, de casas centenarias, de granjas, de bosques y montañas, de ciudades intermedias y de pueblos perdidos en el tiempo, entre los que se cuenta mi Siberia.
Salvo por los rigores del invierno, aquí se vive bien, el aire es puro (perdonen que hable de la cuerda en casa del ahorcado) y –considerando que el negocio de la guerra prospera en el lugar de donde vengo– empiezo a hacerme a la idea de que aquí voy a quedarme.
El destierro en que vivo tiene algo de fantasmal. Salvo por lo que me exige mi trabajo como profesor, evito los lugares públicos, donde mis colores brillan demasiado. Prefiero quedarme en casa: escribiendo, leyendo y prestando atención a lo que ocurre en otros lados. Pero a veces me pesa que mi vida transcurra en función de encuentros virtuales y no del mundo simple y cotidiano que me ha tocado. Entonces, me obligo a buscar experiencias más inmediatas.
Hace algunas semanas recibí una invitación a participar en un taller de “Mindfulness”, esa forma de la meditación que nos invita a controlar la atención y hacernos conscientes de las cosas, en especial de esas dos tan fugaces que conocemos como el aquí y el ahora. Así abandoné la costumbre de encuevarme después del trabajo y conduje los veinte minutos que me separaban de Unadilla, un pueblo más perdido todavía, que –salvo por la estación de gasolina– parece no haber cambiado desde que lo fundaron hace más de dos siglos.
La sesión tuvo lugar en el salón de reuniones del estrafalario templo masónico. Como el pueblo es apenas un poco más de cuatro calles, era inevitable que todos los participantes se conocieran. El único bicho raro era este servidor que terminó tendido en el suelo –junto con los otros– haciéndose consciente, entre otras cosas, de lo lejos que sus pasos lo han traído y hasta de la existencia de los dedos de los pies.
La idea, según pude entender, era tratar de renunciar al pasado y al futuro, y apagar el piloto automático, para instalarse en la cresta de la ola del ahora. La tarea fue difícil, pero al final la sensación fue fascinante. En medio de la extrañeza de la situación y del lugar empecé a tomar consciencia de que por fin llegaba a ese raro paraje donde he estado viviendo desde hace quince años. Desde entonces he adquirido la costumbre de sacar unos momentos para fijar mi atención en el instante y en mi cuerpo, pero también en el lugar que ahora ocupo en medio del universo.