/ Gustavo Arango
La historia comienza algún día de hace setenta años. Donde ocurren los hechos siempre es primavera. El sol se oculta detrás del Nutibara y “los últimos reflejos áureos tiñen el Morro de Pandeazúcar”. Suenan las campanas de Nuestra Señora de la Candelaria. Hay un viento suave. El suelo lo tapizan flores de guayacán. Los “cachaquitos” se agolpan en las esquinas y las puertas de los cafés a ver pasar las muchachas. Las empleadas del comercio, las señoritas de la aristocracia, las solteras, las solteronas y las casadas, con su esplendor y natural coquetería se apoderan del Parque de Berrío, de las calles Junín, Ayacucho, Boyacá y Bolívar; se toman el Ley, invaden el Astor y La Fuente. “Unas contemplan vitrinas; otras levantan novio, y están todas animadas con esa gracia, donaire y elegancia únicos y exclusivos de la mujer medellinense, que, dicho sea entre paréntesis, es la más hermosa y más mujer del mundo entero”.
Con este paisaje impresionista empieza la novela Minas, mulas y mujeres, de Bernardo Toro, publicada en Medellín, en 1943, por la Tipografía Industrial y, para Juan Hincapié, una novela tan mala que no me la quiso cobrar. Quizá sea mi tendencia a llevar la contraria, pero ha sido una de las lecturas más placenteras que he tenido en años. El encanto de este libro está en su falta de pretensiones. Cuenta la historia de Paco Miraflores, un hombre honesto, educado, pero ingenuo para entender las mañas de la mujer que ha decidido engatusarlo. Paco está tan enamorado de Dolly que, aunque no le gusta bailar, es capaz de pagar por las fiestas que ella inventa para agasajar a su corte de amigos y pretendientes. Si el bobo de Paco no se pliega a sus caprichos, Dolly finge un enojo casi siempre efectivo.
El destino de Paco parece sellado. A pesar de las reservas que tiene su familia, todo indica que se casará con Dolly. Pero la Providencia interviene para enviarlo a trabajar en unas minas. Así aparecen las otras dos “emes” contra las que el difunto padre de Paco le aconsejaba cuidarse: las tercas mulas –que no a todos obedecen– y las impredecibles minas –que por igual arruinan o enriquecen.
A juzgar por el título, se podría pensar que esta novela es parte de la milenaria tradición misógina a la que la misma Biblia pertenece. Pero a mitad de camino en la historia se produce una curiosa transformación. Las tres emes dan lugar a una reflexión sobre el valor pedagógico de la experiencia y la adversidad. Al regresar a Medellín, nuestro héroe descubre que su novia lo ha estado engañando y decide romper con ella. De nada sirven los intentos de la coqueta para volver a enlazarlo. Tras unos pocos días de dolor, Paco empieza a fijarse en Rocío, una chica cercana a la familia, buena, hermosa e inteligente, a la que conocía desde niña. La novela concluye con unos deliciosos cuadros de costumbres donde podemos apreciar en detalle las navidades de principios de los años cuarenta.
Quizá el final feliz de esta historia le reste puntos en un país donde preferimos las estirpes condenadas y los amores imposibles. Es posible que el par de prólogos elogiosos produzca un efecto contrario al deseado. Pero lo cierto es que esta obra de Bernardo Toro debería ser leída y estudiada como una de las pioneras de nuestra novela urbana y de los géneros híbridos entre el periodismo y la ficción. En ella abundan personajes reales de una ciudad que hace mucho dejó de existir. Su lenguaje es fino, rescata joyas verbales. Sus escenas son bien logradas. Si no es una obra maestra es porque nunca se propuso serlo. Seamos justos, mi querido don Juan, comparada con la prosa “entelerida” que hoy en día nos quieren meter por literatura, Minas, mulas y mujeres es un verdadero clásico.
Oneonta, abril de 2015.
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