Miguel Ángel: un clásico anticlásico

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El pasado 6 de marzo se recordaron los 550 años del nacimiento de Miguel Ángel Buonarroti, una de las figuras más trascendentales de la historia del arte. Nacido en 1475 y fallecido en 1564, Miguel Ángel es el creador de algunas de las obras de arte más populares y valoradas por gentes de las más diversas épocas y culturas. En realidad, hablamos de una persona sin la cual la historia humana no tendría la misma profundidad ni el mismo sentido.

Pero, aunque fue considerado siempre como un creador excepcional, es posible que no todas las personas estén de acuerdo al momento de plantear por qué un artista llega a tener semejante importancia histórica y cultural. Las discrepancias no estarían basadas solo en el hecho de que sea un escultor, pintor y arquitecto y no un líder político o religioso, sino también por los diferentes valores que se le han atribuido al arte a lo largo de los siglos y del diverso alcance de los conceptos empleados en esas reflexiones.

Abandono de la exactitud exterior

Hasta finales del siglo XIX y comienzos del XX predominó la idea de que la función del arte se identificaba con la belleza. Mientras muchos artistas del Renacimiento se hundían en el olvido, a lo largo de los siglos se reconoció la supremacía de Miguel Ángel, solo discutida por unos pocos que preferían a Rafael. 

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No parecía que pudiera haber una obra superior a la suya, y los frescos de la Capilla Sixtina eran considerados como la “escuela del mundo” para todos los artistas. Miguel Ángel se veía como el más grande de los clásicos, superando incluso a los antiguos griegos y romanos. 

En buena medida, esa valoración de Miguel Ángel fue el punto de partida de la consideración del artista como un ser excepcional, único y solitario, casi divino. Muchas personas siguen valorando el arte con estos criterios; y aunque, en general, hoy no pensemos así de los artistas, se trata de un punto de vista respetable, para quien posibilite una experiencia más profunda del arte.

Pero Miguel Ángel no solo era ese clásico genial. Cuando en los últimos 150 años se rechazó la identificación de arte y belleza, los nuevos puntos de vista estéticos lo descubrieron como un punto de referencia fundamental. Sus obras resultaron menos clásicas de lo que antes se afirmaba: en realidad, ya no encarnaban las ideas del Renacimiento, sino que planteaban su superación. Y con ello surgía un significado de las obras que antes se pasaba por alto.

Quizá la más importante manifestación de ese valor que se revelaba en Miguel Ángel es el carácter “no terminado”, “no finito” de sus obras. Entre 1547 y 1555, aproximadamente, trabaja en una gigantesca escultura de casi 3 metros de altura, hoy conocida como la Piedad de Florencia, que presenta el descendimiento de la cruz, mientras Nicodemo, la Virgen María y la Magdalena sostienen el cuerpo muerto de Cristo. 

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Es una obra extraña por muchas razones: no es el resultado de un encargo, como era habitual en la época, sino que la realiza por decisión e interés propios porque, al menos inicialmente, quiere que sea ubicada sobre su propia tumba. Adicionalmente, él mismo se representa en la figura de Nicodemo, casi como si fuera una carta de presentación ante Dios al momento de la muerte; pero, luego abandona la idea e incluso vende la escultura, que tenía un destino tan íntimo. 

Pero aún más extraño es que encuentre compradores para una obra “no terminada”, lo que significa que, en el contexto de Miguel Ángel, se reconocía un valor especial a esta condición que, claramente, no es la de una obra inconclusa, sino la de un trabajo en el cual el ”no finito” se carga de sentido.

En realidad, contra la tradición de Miguel Ángel como artista clásico, equilibrado y preciso, lo que se impone, en gran parte de su trabajo, es un carácter profundamente anticlásico. Los clásicos son modelos externos que señalan un camino indiscutible que se debe seguir e imitar. Miguel Ángel es todo lo contrario: un anticlásico, que proclama la necesidad de conocerse a sí mismo y de conocer a Dios. Un arte intensamente espiritual que abandona la exactitud exterior de las formas tersas, brillantes y abstractas, y se entrega al conflicto de luces y sombras, de superficies sin pulir que traducen las luchas de la existencia humana.

A 550 años de su nacimiento, conviene reconocer a Miguel Ángel como un contemporáneo del hombre de hoy, profundamente determinado por la incertidumbre, la imposibilidad de definir lo humano en la superficie de las apariencias, y la necesidad de entender el arte y la cultura como formas de intentar aproximarse al sentido de la vida.

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