Bertrand Russell es uno de los filósofos más queridos y una de las personalidades más entrañables del siglo 20. Tan notables como sus aportes filosóficos son los rasgos de su personalidad y la forma como condujo su larga y fructífera vida. Hace años leí en un artículo suyo de 1956 una alusión a lo que el filósofo llamó “las sendas descarriadas de la historia”, esos recodos que se apartan de la corriente principal de la historia y que a veces tienen desarrollos sorprendentes. Russell cita como ejemplos a los griegos de Bactriana y a los bogomilos. Los primeros fueron descendientes de los soldados de Alejandro Magno que invadieron unos territorios en las estribaciones del Hindu Kush, en el actual Afganistán, y se asentaron allí. Esos griegos perdidos en el tiempo y en el espacio formaron un poderoso reino helénico en pleno corazón de Asia en el siglo tercero antes de Cristo.
Los bogomilos por su parte fueron una secta cristiana que se desarrolló fundamentalmente en lo que hoy son Bulgaria y Bosnia. Eran descendientes o herederos de sectas más antiguas como los paulicianos, que habían surgido en la región de Armenia. En el siglo 10, acosados y perseguidos por los bizantinos, los bogomilos promovieron la formación de comunidades afines a sus creencias en distintas partes de Europa. En la región de Occitania, al sur de Francia, donde prosperaron y se hicieron fuertes, se les conoció como cátaros o albigenses, palabra ésta derivada de Albi, una de las más destacadas ciudades cátaras.
El catarismo fue declarado herejía y perseguido violentamente tanto por el rey de Francia Felipe Segundo Augusto, como por el papa Inocencio Tercero. Entre 1209 y 1244 se llevó a cabo la llamada “cruzada contra los albigenses”, que en la práctica los exterminó. Para defenderse de estos ataques, los cátaros construyeron gran cantidad de fortalezas.
A partir del texto de Russell sobre los bogomilos, me interesé por el asunto de los cátaros. Leí algunos libros, estudié mapas y decidí irme solo a Occitania para conocer lo que de ellos quedó: fundamentalmente sus castillos y fortificaciones. En la primavera del año 2000 tomé un automóvil en Perpignan, cerca de la frontera española, e inicié mi viaje por el país de los cátaros.
Me gustaría extenderme describiendo las maravillas de este viaje: los prados de un verde increíble salpicados de amapolas, los riscos grises, la vista desde lo alto del castillo de Puylaurens, la travesía por las gargantas de Galamus y la ermita de san Antonio, las cumbres nevadas de los Pirineos brillando doradas con el sol de la tarde, el bosque d’Aygesbonnes, la ciudad de Albi con sus puentes sobre el Tarn, su catedral de santa Cecilia y su hermoso museo de Toulouse Lautrec, Carcassonne que es como una ciudad de fantasía, Mirepoix que me trasladó al medioevo; pero ahora no tengo espacio para ello. Me limitaré a transcribir el pasaje que sobre mi visita a Montsegur consigné en un pequeño diario de viaje:
“Un poco más adelante del caserío de Serre Lounge se alcanza a divisar la enorme roca, como una cabeza de gigante coronada por su castillo de piedra gris. Desde este ángulo se alcanzan a ver las ventanas de la torre del homenaje, pero todo se va perdiendo de vista a medida que uno se acerca, y a mitad de la subida por la carretera ni siquiera se ve la roca. De pronto aparece a la derecha, majestuosa.
“En la base del cerro hay un terreno llano que desciende suavemente hacia la carretera. Ahora, en primavera, ese terreno está cubierto de un pasto verdísimo, delimitado a medias por matorrales y arbustos de buis. Se dice que en esta explanada fueron quemados más de doscientos perfectos cátaros que no quisieron abjurar. Terrible imaginar esos bellos pastizales ennegrecidos por el humo, las brasas y las cenizas, y el vibrante ruido de las cigarras apagado por los gemidos de dolor y de horror de los moribundos. Fue una masacre espantosa.
“El camino, empinado y pedregoso y por trechos tallado en la misma roca, es como una cicatriz que los pies de los caballeros, de los bon hommes y de los peregrinos no hubieran dejado sanar. Tardé unos cuarenta minutos subiendo. Por fin estaba allí, en el santuario, agitado por el cansancio y la ansiedad, en el punto más alto de la emoción, sintiendo el viento, contemplando los pavorosos abismos; casi recordándolos. Me tendí en el pasto de ese suelo sagrado y permanecí allí, mirando las nubes, sorprendido de que un lugar como Montsegur tuviera nubes como las de cualquiera otra parte.
“Me quedé allí, completamente solo, hasta que la luz del sol me lo permitió. Podía ver desde Montsegur la torre del homenaje de Puivert y los restos imponentes de Roquefixade. Veía las fértiles laderas, los cerros rocosos y los pirineos con sus cimas nevadas, y Lavelenet, tan cerca y tan lejos a la vez, y esa sucesión infinita de montañas cada vez más azules y más parecidas al cielo.
“Con las últimas luces del día alcancé de nuevo la explanada. No se veía un automóvil distinto al mío ni un ser humano por parte alguna.
“Esa noche la pasé en la aldea de Montsegur, en el hotel Costes”.
*En este espacio cada tres semanas compartiré ideas, lecturas, opiniones y experiencias que me han resultado interesantes o inspiradoras. Pretendo no limitarme a ningún temaa en especial, como corresponde a quien no es experto en ninguno. Retomo así un viejo propósito de escribir, al que nunca parecía llegarle el día. Ojalá algún lector encuentre grata la compañía de estas líneas.