Toda la vida he sido de fácil tentación para lo absurdo. Si bien puedo ahorrar a la hora de comprar un pantalón, también puedo gastarme el doble del dinero en un exfoliante para uñas. Y, aunque puedo recibir ropa usada de parte de las amigas, en un momento de efervescencia, también puedo decir: “Me lo merezco” y endeudarme en una tienda de ropa. Lo digo con confianza, porque sé que, aunque mi comentario es banal, no soy la única.
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Llevo nueve meses, los mismos que lleva este año, procurando comprar solo lo necesario y cuando hablo de solo lo necesario me refiero a ropa, zapatos, comida, cremas, maquillaje… He recaído, lo confieso; pero, el solo deseo consciente me ha permitido no solo ahorrar una buena cantidad de dinero, sino también conocer una parte oculta que, a la hora de salir de compras, desconocía: la Perla austera. Como consecuencia de ese mismo ejercicio, he comenzado a pensar en que, para garantizar un futuro tranquilo, debo “decrecer” mis gastos, procurar una vida más sencilla, regresar al disfrute de lo simple: la naturaleza, por ejemplo y alivianar las cargas que, día tras día y año tras año, he puesto innecesariamente sobre mis hombros.
Según definición, la palabra decrecer quiere decir menguar o disminuir y puede conjugarse como agradecer, lo cual me resulta de una belleza inigualable.
Por su parte, la etimología nos habla de un alejamiento que, en mi caso, perfectamente podría ser el de lo material. Deseo, como pocas cosas en este momento de la vida, cada vez necesitar menos, lo cual, en ningún caso implica no gratificar y abrazar lo que ya tengo. Celebro lo que he conseguido, porque ha sido fuente de un trabajo amoroso, luchador y constante. Sin embargo, quiero parar por la única y exclusiva razón de que no necesito más.
Cuando tomé esta decisión, la de “hacerme a una vida más liviana”, como he preferido llamarla para no entrar en el ring de la ideología política, ha brotado de mis labios, he recibido toda clase de comentarios, aplausos, angustias e iras. “Para ti es muy fácil decir eso porque lo tienes todo”, dicen algunas personas. “Comparto contigo la opinión y creo que es el mejor camino para tener tranquilidad en un futuro”, comentan otras. Lo que parece imposible debe imaginarse primero y acá voy, camino a la edificación de esos menos de los que espero tener un futuro con más seguridades, certezas, independencia, flexibilidad y libertad. La riqueza tiene sus matices y en el afán de tener todo lo material que nos sea posible, nos hemos olvidado de los colores más humanos.
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Esta es mi idea, que bien podría ser para algunas personas una idea tentadora; para otras, tal vez, las simples matemáticas de una privilegiada. No busco imponerla en nadie, una columna no bastaría para ello, sin embargo, sí me atrevo a preguntar: ¿qué pasa si por solo un año evitamos comprar cosas materiales que no necesitemos?, ¿qué tal si imaginamos un mundo donde podamos llevar una vida con experiencias simples que nos conecten con lo cotidiano?, ¿qué impactos podría tener para el planeta frenar el desenfrenado crecimiento económico que nos lleva a querer tenerlo todo?
Las respuestas podrían ser múltiples e incluso podríamos perder nuestro inmenso temor a quedarnos sin trabajo. Las respuestas, tal vez, sean los andamios para una arquitectura del cuidado que nos permita imaginar el futuro como un posible llevadero y lejos de esa enfermedad a la que llamamos miedo.