/ Gustavo Arango
Todo el mundo anda hablando de ciudades. Yo mismo hablé hace poco de Cartagena. Me han pedido que escriba sobre Medellín y he dicho educadamente que si escribo sobre esa ciudad, de cuyo nombre no quiero acordarme, será para decir cosas que me granjeen enemigos. Piensen no más lo que ocurriría si digo que Medellín es como un niño acomplejado y reparón, siempre buscando la atención de los papás y mirando los platos de sus hermanos para comprobar que no salieron engañados. “Que Cali va a hacer juegos mundiales. Pues, pidamos la sede de unos olímpicos. Siendo tan verracos como somos, no nos la podrán negar. Ve, nos la negaron. Pues tampoco era tanta la gana”.
Es como esos tipos que compran camionetas enormes para compensar pequeñeces. “Tenemos el puente más puente de Latinoamérica, el mejor alumbrado de la vía láctea, la educación de más cerebro lavado. Ganamos el premio de los más innovadores en una competencia en la que fuimos los jurados y éramos los únicos que sabían que estaban participando”. Mientras los costeños se divierten dando futbolistas sobrenaturales, cantantes que también son danzarinas, actrices que algunos consideran las más hermosas del mundo, y novelistas que escriben sobre mujeres como ellas… mientras todo eso, decía, Medellín se dedica a fabricar bichos muy raros: el delincuente más sanguinario, el huérfano más vengativo y la niña que más huye en bicicleta. Con imaginarse a esos dos detrás de uno, gana medalla de oro cualquiera.
Es un corral con unos cuantos animales de instinto enfermo y multitudes acobardadas. Es un gigante patio de cárcel donde al que se muestra débil se lo clavan. Bueno, quizá exagero, a lo mejor tiene cosas buenas; pero es que Medellín me la hizo –mató a mi padre– y, aunque no pienso darle chumbimba, esta vida no me va a alcanzar para perdonarla. Así que para evitar problemas diré solamente que Medellín es una ciudad muy bonita en Extremadura, que le debe su nombre al general romano Metelo, y que es famosa porque en ella nació Hernán Cortés, un señor muy culto y enjundioso que aniquilaba muy bien.
Y para que el homenaje sea completo, transcribiré en el último tercio de la columna –el pedazo que se llevará el gobierno con sus impuestos–, un poema que refleja la hermosura del lugar. Hace poco una amiga me decía que este poema está tan fresco como cuando lo escribió De Greiff hace cien años:
Villa de la Candelaria
Vano el motivo
desta prosa:
nada…
Cosas de todo día.
Sucesos
banales.
Gente necia,
local y chata y roma.
Gran tráfico
en el marco de la plaza.
Chismes.
Catolicismo.
Y una total inopia en los cerebros…
Cual
si todo
se fincara en la riqueza,
en menjurjes bursátiles
y en un mayor volumen de la panza.
León de Greiff, 1914
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