2025
Domingo de Ramos
Desde la puerta del balcón miro hacia la calle, sin esperanza: un par de autos aparcados, edificios flotando en la oscuridad que brota de un domingo más que se escapa sin remedio, al fondo, el eco lejano, los aullidos de un concierto que apenas me interesa, el cielo gris que despunta y que parece decidido a desgajarse en una lluvia tenue que acentúa la desolación. ¿En qué momento nos jodimos todos? Sigo allí, amargo. Hace apenas un par de horas sentí que entraba el primer mensaje al celular, consulté mi reloj de pulsera: 8:10 pm. Por estos días no con casi hablo con nadie. Seguí en lo mío, acostado, distraído en nada. Luego, la insistencia, la cascada misteriosa de mensajes, su sonido intermitente que me llamaba con el desespero de una calamidad. Tanta urgencia, una noche de domingo, inquieta, aunque, a decir verdad, desde que mi madre murió no me asustan las malas noticas, ya la peor llegó. Pero tampoco soy un optimista, así que me levanté intrigado, abrí el Whatsapp, y allí estaban, uno tras otro, mensajes de algunos de mis amigos más queridos y cercanos. Todos idénticos: con la foto del comunicado sacado por la familia o Link para que me cerciorará de que la noticia era real: Mario Vargas Llosa había muerto esa tarde en el Perú. En principio eran mensajes informativos y de condolencia. Y luego, cada uno a su manera y con guiños fundados en amistades de toda la vida, reforzaban la noticia. “Se murió el viejo; estaba muy entero. ¿Un infarto o se intoxicó, qué sabes? Se acabó el siglo XX. Pulgarín, vio que murió Vargas Llosa. Te tengo la primera edición de los jefes”.Nostalgias, conjeturas y ese dramatismo tan propio de los de mi generación. Traté de responder como pude cada mensaje, después, con ánimos fúnebres, me senté frente a la biblioteca, frente a cada uno de los libros que tengo de Vargas Llosa y que, de tantas formas, son un resumen de estos años locos.
1994
Dos hechos fueron capitales cuando ingresé a la Universidad de Antioquia: descubrí el sexo y, antes, mucho antes, me perdí en la biblioteca infinita del segundo piso del bloque 8. Aprendí a leer tarde, gracias a los empeños de mi madre que se había obstinado en que lo hiciera. Más por rebeldía, me negaba a aprender y, ella apoyada en el poder disuasorio de una correa a la que llamaba la de Martín Moreno, “porque quitaba lo malo y ponía lo bueno”, se empeñaba en que lo hiciera. Como siempre, ganó ella y, como siempre, tenía razón. A fuerza de correazos me había dado, sin apenas imaginarlo, el regalo más valioso de mi vida: aprender a leer. Me demoré en aprender, sí, pero cuando lo hice ya no quise ni pude parar de hacerlo. Leí con avidez todo lo que cayó en mis manos, desde los cuatro tomos que mi madre pudo pagar de la Lexis 22, hasta los doce tomos de la enciclopedia Universitas, que pagó por cuotas durante años y que aún conservo.
Eran tiempo de afugias, quizá por eso, cuando llegué a la universidad me fascinó esa biblioteca interminable a la que me entregué con el fervor de quien se abandona a un vicio impostergable. Sin más método que mi intuición devoraba todo lo que encontraba en sus estanterías. Las recorrí en orden, quiso el azar y estoy casi seguro que la referencia de los cuentos de Ojos de perro azul, de García Márquez que empezara por literatura colombiana y que, a su lado, en el estante vecino, esperando, estuviera la literatura latinoamericana. Así, llegué a los otros del Boom, a Cortázar, a Fuentes y a Vargas Llosa. Los leí a todos en libros prestados, lo hice con el asombro de un niño que abre los ojos al mundo y que en esos textos está descifrando y encontrando su propio destino.
Mi primer acercamiento al peruano fue con Pantaleón y las visitadoras, esa obra juguetona, satírica, plagada de humor y de erotismo. La leí, por un lado, desternillado de risa con Panta, con sus prejuicios morales siempre en contravía con ese particular sentido del deber que le imponía su misión y, por el otro, asombrado con los recursos técnicos del escritor que no dudaba en cambiar de registro o en combinar las voces narrativas – tercera persona, informes oficiales, conversaciones telefónicas, entrevistas radiales-, para darle verosimilitud a esa historia de burdeles y prostitutas y, para trazar, una radiografía agria del amor. Es curioso cómo, incluso en una novela como ésta, que parece un divertimiento, Vargas Llosa, no renuncia nunca a sus ambiciones de novelista y a buscar siempre para sus historias la hondura propia del gran arte.
Pero la grandeza del genio se me reveló con La ciudad y los perros. La despaché en dos tardes de fiebre, con el pasmo y la envidia inofensiva del aspirante a escritor, encandilado con el virtuosismo técnico que ensamblaba tiempos y puntos de vista, sin descuidar nunca la acción y el desarrollo magistral de esos personajes comandados por el Jaguar. Leí, atrapado por ese caleidoscopio orgánico, rendido a la oralidad de su prosa, sin poder despegarme casi de las páginas y, cuando lo hacía, sin poder sacarme de la cabeza aquellos personajes y aquella trama.
Algo así, me pasaría con casi todas sus otras grandes obras, incluida, Conversación en La Catedral, la mayor de ellas quizás. La gran literatura tiene ese poder, incomodar al lector, perturbarlo. En ese sentido la obra de Vargas Llosa va en esa línea: es una continuación de la tradición de la novela clásica, Flaubert, Balzac, llevada al límite mediante la experimentación con la forma que el autor nunca evade y sí busca. Algo tan fascinante como novedoso para ese lector joven y lleno de bríos que era en aquel entonces y que, gracias en buena medida a Vargas Llosa y a esas obras que encontré en aquella biblioteca del bloque 8 y que leí mientras dejaba de asistir a clases, había alcanzado un punto de no retorno, una vocación: ya solo quería escribir.
1999
Feria del libro, Plaza Mayor, Medellín.
Lo descubro al otro lado de donde estoy, seguro, pleno, radiante. No cabe duda de que en estos ambientes se mueve como el pez en el agua. Lo imagino cansado, aunque sus gestos no delatan nada: ha aprendido a nunca lucir apurado, ni a perder la compostura. Lo veo a lo lejos, vestido con un traje gris y corbata azul cielo, rodeado de una jauría de áulicos y también de lectores que quieren verlo, corroborar que el mito es real, que existe. Cumple su rutina, firma libros, saluda, sonríe. Lo sigo con la mirada, pero se pierde en el trajín que su fama le impone. Estoy allí por casualidad, he quedado con un amigo poeta, hijo de uno de los grandes poetas colombianos. Cuando llega, me dice que le aterran las multitudes, pero más el asedio de un escritor barranqueño que acaba de terminar una beca en París y lo ha hostigado toda la tarde. Quiere tomarse un café, salir del lugar, hablar. Señalo un pasillo poco transitado que lleva a la calle. Nos encaminamos, rápido, en silencio, mi amigo prefiere no mirar a nadie, no saludar. Cuando entramos en el pasadizo y, casi estamos a punto de alcanzar la calle, de un lado se abre una puerta y aparece el mito: Mario Vargas Llosa. Luce impecable. Me aparto para no importunar, pero, para mi sorpresa, se dirige hacia donde estoy y le da un fuerte abrazo a mi amigo. Se ríen, cruzan un par de palabras, quedan en verse al día siguiente, al almuerzo, porque en la mañana debe escribir. De cerca, Vargas Llosa es más alto de lo que creía y también más cálido. Antes de despedirlo, mi amigo me señala y Vargas Llosa sonriente, extrañado un poco, con gesto mecánico y cordial extiende su mano, roza mi hombro. Lo tuve cerca un par de segundos, menos que una exhalación, pero es claro que su carisma, su traje impecable, el cabello cenizo, siempre partido a un lado, el olor a colonia que deja a su paso, lo emparentan más con un dandy del siglo XIX que con la idea de escritor que tenemos todos. Mi amigo adivina por mi gesto lo que estoy pensando y afirma: Mario es un tipazo.
Mientras lo miro perderse con su caravana de seguidores pienso que con seguridad lo es y que esa otra característica que salta a la vista también permite definirlo a él y a los otros del Boom: la elegancia. Y es que ese rasgo que compartió, en particular con Fuentes, y que podría parecer banal, apenas una contaminación de esa sociedad del espectáculo que tanto despreció y a la que tampoco pudo sustraerse, no lo es y, por el contrario, fue cardinal en algo que los autores del Boom lograron y que aún no les hemos reconocido lo suficiente: la dignificación del oficio. Mucho se ha criticado a estos autores, en especial a Vargas Llosa y a García Márquez, por haberse valido de estrategias de marketing, mucho antes de que éstas se popularizaran, por entronizar y hacer prevalecer la figura autoral por encima de cualquier otra consideración. En últimas, por ser capaces de ser, ellos mismos, una marca. Pero, qué falta le hacía a nuestra literatura figuras capaces de expoliar el deseo y la admiración del gran público. Qué falta hacía que nos vendieran esa idea odiada y necesaria del éxito. Qué falta hacía que nos dijeran esa verdad a medias de que se podía vivir y no malvivir de ser un escritor. Pero lo más importante, qué falta hacía que grandes figuras abogaran por la profesionalización del oficio, que estos escritores, con Vargas Llosa a la cabeza, fueran capaces de repetir hasta la saciedad, sin pudor alguno y con orgullo que, detrás de esos trajes, de esas vidas fabulosas habían horas de sudor y de trabajo y que, para escribir una novela buena o mala, había que sentarse ocho horas al día a trabajar en ella y había que leer mucho, y que esa labor tenía mejores resultados si la dedicación era exclusiva.
Sin duda, esa desromantización del oficio fue clave para mi generación. Esa tarde, en mi fugaz encuentro con el gran Vargas Llosa, él, que con sus novelas ya me había inoculado el virus de la literatura, con su presencia y aquel susurro a mi amigo, “hacia el almuerzo, en la mañana escribo”, señalo también la manera de hacer el camino: con trabajo, tiempo y disciplina. Y cuando uno lo mira con detenimiento, eso que pedía el peruano, no es nada diferente a lo que cualquier otro oficio requiere para hacerlo bien, para alcanzar la perfección.
2010
Apenas 59 segundos y 22 palabras bastan para cambiar la vida de un hombre, para hacerlo rozar la inmortalidad. Ese fue el tiempo que tardó, el 7 de octubre de 2010, el secretario de la Academia Sueca, Peter Englund, al anunciar que el Premio Nobel de Literatura de ese año era para el peruano Mario Vargas Llosa. La noticia conmocionó al mundo, al punto que aún recuerdo el lugar exacto en el que estaba cuando la oí. Por ese entonces, me acababa de graduar de medicina y todos los días manejaba a primera hora hacia el centro médico de Santa Elena. En esas estaba cuando en la radio interrumpieron la transmisión para anunciar el galardón al peruano. Esa mañana llegué tarde a consulta. Un par de cuadras antes de llegar estacioné a un lado de la carretera, quería escuchar en directo las reacciones y los comentarios. De alguna manera, me allané a ese lugar común que dicta que esos premios, más que del autor, pertenecen a los lectores y si así era yo también había ganado, por eso estaba feliz. Es curioso como los triunfos y la muerte de ciertos personajes como Vargas Llosa o García Márquez, nos acercan a ellos, nos hacen perder las distancias, percibirlos como un familiar más con el que sufrimos o gozamos por igual.
El reconocimiento de la Academia Sueca era la culminación natural de una carrera como la de Vargas Llosa. Con apenas treinta años el peruano ya había firmado tres novelas, La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, suficientes, no solo para merecer un Nobel, sino para consagrar a cualquier otro. Pero no a Vargas Llosa, no a el peruano cuya curiosidad intelectual y literaria, cuyas ansias de alcanzar una obra total lo hacían cada vez enfrentar nuevos retos y salir airoso. En efecto la ambición de Vargas Llosa solo parece equiparable con su talento. Para hacernos una idea, su última novela Les dedico mi silencio, una obra discreta en comparación con otros títulos, es superior a la mayoría de las obras que han recibido el Premio Alfaguara en la última década. Esa es la magnitud y el genio del peruano, de eso estamos hablando con su Nobel, uno de los menos discutidos de los últimos tiempos al menos en lo que tiene que ver con méritos literarios.
El Nobel, que ascendió al Olimpo de los inmortales a Vargas Llosa, también desnudó, vaya paradoja, al ser humano. Estaba claro que el galardón le daba un segundo aire mediático al peruano y que éste no estaba dispuesto, ni a morirse -como pensaba Gabo que le ocurría a todo el que lo ganaba-, ni a retirarse ni a callar sus opiniones.
Vargas Llosa, era entonces el hombre al que lo había sorprendido el galardón más importante del mundo literario trotando en Central Park de Nueva York, el mismo que, cuatro días después asistió a dar una clase en Princeton para hablar de literatura durante tres horas y, solo en el intermedio, se permitió compartir el pastel con el que sus alumnos celebraban su triunfo. El marxista que se distanció de Cuba por el caso Padilla; el ensayista de Historia de un deicidio, el amigo irrestricto que le dio un puñetazo a García Márquez y mandó su amistad al carajo, porque mientras había dejado a su esposa, su amigo la llenaba de lisonjas; el autor de Elogio de la madrastra que apoyó al Partido Popular Cristiano; el existencialista que se lanzó a la presidencia del Perú; el intelectual generoso que escribió un libro para reivindicar a Onetti y desdijo de Arguedas y de Ribeyro; el acérrimo contradictor de Alan García que se dejaría condecorar por Alan García; el autor que denunció la dictadura en La Fiesta del Chivo y que apoyó a Keiko Fujimori; el Nobel que durante el discurso reconoció ante el mundo la gratitud a su esposa Patricia, la prima de naricita respingada, porque todo lo sabía hacer y todo lo hacía bien y que, unos años después, en plena la crisis de sus 80 años, no tuvo problema en abandonarla, como había hecho con la tía Julia; el escritor de La sociedad el espectáculo que dejó todo por irse tras una socialité quince años menor; el único escritor que, sin escribir en francés, sucedió a Michel Serres en la Académie Française; el contumaz infiel que vivió cincuenta años con su esposa Patricia y luego de tantos devaneos siempre volvió con ella, el amor de su vida. El anciano enfermo, el español que regresó a morir al Perú y se tomaba fotos en los lugares que había inmortalizado en sus libros, en fin, el escribidor, el inventor, el demiurgo, el deicida, el genio, el hombre, el escritor, que ha muerto un domingo de ramos y que, sin razones aparentes, me ha dejado un sentimiento de orfandad, me ha abierto un vacío en medio del pecho que, quizá, solo sus libros pueden llenar.
2025
Domingo de resurrección
Desde la puerta de mi habitación miro mi biblioteca, con devoción: Cuentos Completos de Cortázar, Aura de Fuentes, Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, Conversación en La Catedral, La Fiesta del Chivo, La ciudad y los perros, imposible pensar y encontrar en otro grupo literario que hubiera escrito tantas y tan buenas obras. Un ilustre cementerio de autores, pero no de obras. Es difícil no deslumbrarse con esa literatura ni no sentir afecto por ella o por sus autores. Toda mi generación estuvo atravesada, para bien y para mal por estos escritores, crecimos oyendo hablar de ellos, leyéndolos con sana envidia, siguiendo sus vidas y sus libros. Unos los amamos y otros los odiaron, pero nadie quedó indiferente y, quizá, esa sea otra prueba de su valía. Sin embargo, el paso del tiempo que todo lo pone en su lugar ha demostrado que esa época prodigiosa estaba sustentada en dos nombres: Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. La muerte del peruano cierra círculo, pone fin a un tiempo y a una época, a una manera de concebir literatura.
Desde mi habitación miro hacia la calle, sin nostalgia: la calle desolada, una lluvia tenue comienza a avisar el fin de otra Semana Santa, un perro va y viene a la espera de que algún auto pase para ladrarle su soledad. No me muevo de la ventana, hipnotizado con las fauces de la noche que amenazan tragarme, tengo en mis manos La tía Julia y el escribidor que releí por consejo de un amigo. Ha sido una semana extraña, luego de su muerte, homenajes, mensajes de condolencia, minutos de silencio, honores que parecen más propios de un estadista que de un escritor. Y en las redes, la furia encendida, muchos, más de los que pensaba, buscan su féretro para ladrar su soledad y sus derrotas. He terminado un artículo sobre el peruano y lo envié a algunos amigos. Por estos días casi toca disculparse por hablar bien de él, lo que confirma que estamos jodimos todos. Desde lejos empiezan a llegar mensajes, miro la hora, deben ser los amigos. Camino a tientas por el cuarto guiado por los destellos del celular. Llego hasta la cama, tiró el libro. Si hubiera tenido tiempo Varguitas hubiera escrito: La abuela Isabel y el Nobel. Río. El celular sigue sonando, no lo miro, no quiero justificarme, no iba a escribir la hagiografía de un sátiro, pero tampoco podía ocultar mi admiración. Siempre he creído que todo hombre es un mar de contradicciones y que no hay nada nuevo en ello, pero también estoy convencido de que, solo uno pocos, están llamados a tener el don, a dejar una obra que persistirá más allá de ellos y de todos los que estamos aquí. Mario Vargas Llosa, fue uno de esos pocos.