Tenía un interés particular por el misterio que se encuentra más allá de la muerte. No pude evitar la sensación de que me hablaba, que intuyó este encuentro que ocurría en su más allá.
“Si quieres que Dios se ría, cuéntale tus planes”. Recuerdo esta expresión cuando me veo muy seguro sobre lo que ocurrirá. Si la incertidumbre aqueja, esa joya milenaria me recuerda que en cualquier momento puede ocurrir lo inesperado.
A finales de 2007, mi vida estaba más o menos en un limbo. Llevaba una semana descansando, mirando hacia adentro y ayunando. Aquella mañana de sábado me desperté sacudido por intuiciones, por señales vagas e inexplicables. Poco después del mediodía estaba de regreso con una caja llena de libros y manuscritos, de reliquias de una vida que me había sido confiada.
Cuando Marilla pidió permiso para aullar sentí su fuerza, su impaciencia, la resistencia que tenía a quedarse en el olvido. Examiné el hallazgo y supe que esa chica de mente muy inquieta estudió literatura en la Universidad de Chicago –a finales del siglo 19–, que amaba la poesía, las adivinanzas y los juegos, y que tenía la costumbre de escribir las historias curiosas de que tenía noticia.
También descubrí que tenía un interés particular por el misterio que se encuentra más allá de la muerte. No pude evitar la sensación de que me hablaba, que intuyó de algún modo este encuentro que ocurría en su más allá, y que a lo largo de esas primeras horas de nuestra vida juntos me imponía la tarea de rescatarla.
Como los manuscritos solo llegaban hasta 1896, me pregunté qué habría sido de su vida. Confieso que temía ver su rostro, pero la primera referencia que encontré en la red virtual disipó mis temores. En su autobiografía, el novelista Floyd Dell –célebre en la primera mitad del siglo veinte– recordaba que Marilla fue su mentora. Dell se enamoró perdidamente. Frente a ella se sentía como “un niño que le rendía culto a una diosa adorable e infinitamente maternal”.
Las semanas posteriores a mi hallazgo fueron febriles. Investigaba, encontraba, escribía sin parar. Constantemente me parecía estar recibiendo mensajes de Marilla. Así supe que mi amada –porque ya era mi amada– vivió hasta los noventa y un años, que fue la directora de la segunda biblioteca pública más grande del país –la de Cleveland–, y que estaba decidida a que los libros fueran instrumentos de la felicidad. Supe también que nunca se casó, que muchos sucumbieron ante sus encantos y que los niños en la calle la conocían como “la mujer biblioteca” (the library lady), un sobrenombre que a ella le encantaba.
Casi dos meses después de haberla encontrado, cuando creía perder el juicio, Marilla me invitó a que conviviéramos con calma. Me habló desde un papelito perdido entre su correspondencia con el poeta inglés John Masefield, en la Biblioteca Pública de Nueva York.
Desde entonces no he dejado de buscar vestigios suyos y recoger sus escritos –fascinantes, numerosos–, con la intención de divulgar su extraordinario legado. Confieso que a veces la tarea fue lenta, porque quería que Marilla fuera solo para mí. Pero, como no hay plazo que no se cumpla, hace algunas semanas publiqué –aquí en el país del sueño– su primera biografía. Ahora Marilla aúlla contenta. Este mundo que se hunde en la infelicidad y la ignorancia necesita con urgencia su mensaje.