La anaconda la descubrió deambulando con sus tres cachorros, todos en los huesos y llenos de picaduras, pero con el espíritu intacto. Y no solo les respetó la vida, sino que los protegió.
“Nos dimos cuenta de que nos habíamos perdido… Decidimos salir por un caño, creyendo que nos iba a llevar a la casa, pero todo empeoró, nos metimos al fondo de la selva… Como había llovido tanto, la selva estaba inundada. Encontramos partes donde nos tocó caminar con el agua hasta el pecho… Los animales empezaron a rondar cerca, uno no sabe qué animales son, pero los siente… Es que en la montaña suena duro todo… Las noches cada vez eran más largas… Cada vez estábamos más débiles…” (Semana, ed. 1970).
Podrían ser frases entresacadas de La Vorágine, pero no. Incluso es muy probable que María Oliva Pérez Arenas, la narradora de las mismas, ignore quiénes son Arturo Cova y José Eustasio Rivera. Y Julián Gil Torres y Castro Caycedo (Perdido en el Amazonas) y Roger Casement y Vargas Llosa (El sueño del celta). Como también es muy probable que usted ignore quién es María Oliva.
Por razones diferentes.
María Oliva, porque en el Putumayo profundo donde viven ella, su marido y sus tres hijos: Alexandra (14), Yan Carlos (12) y Yeraldín (10), no hay necesidad de libros o documentales para saber que el Amazonas es inmensidad de locura: “¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, dónde están las mariposas que parecen flores traslúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que sólo conocen las soledades domesticadas! ¡Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco, nada de panoramas sentimentales!… Aquí, de noche, voces desconocidas, luces fantasmagóricas, silencios fúnebres. Es la muerte que pasa dando la vida”. (Estas sí son de La Vorágine).
Así que María Oliva no debe sospechar siquiera lo mucho que tiene en común con tantos nombres que desconoce: la osadía de haber traspasado el umbral de esa catedral de la pesadumbre, burlando la vigilancia de la anaconda. Pocos han sobrevivido para contarlo, al que no devora le saca el aire o le come el coco.
No a María Oliva.
Cuando la descubrió deambulando con sus tres cachorros, todos en los huesos y llenos de picaduras, pero con el espíritu intacto, no solo les respetó la vida, sino que los protegió. A prudente distancia para no matarlos de un susto. (“Un día una culebra muy gruesa nos pasó cerquita. Era una culebra negra”).
Y es probable que usted ignore quién es esta mujer maravilla -no entiende uno cómo almacena en su cuerpo menudo un coraje que haría palidecer de envidia a Cova, Gil Torres, Casement y compañía-, porque los grandes medios, mientras María Oliva y los niños intentaban escapar de la vorágine, ¡37 días!, se ocupaban en marcar tendencias en las redes, convencidos de que Colombia termina donde termina la sabana.
¿Cuál hubiera sido el cubrimiento, si los protagonistas de esta historia fueran famosos o de sociedad? Los periodistas se hubieran arrebatado la presa y hasta el presidente se hubiera tomado con ellos tremenda foto para el recuerdo.
A veces no solo la selva es inhumana, don José Eustasio.
ETCÉTERA: Siento orgullo de género con esta señora. De género femenino y de género humano. Sin portadas de Soho, ni caderas frenéticas, ni nada de esas cosas que hacen noticia, María Oliva es una mujer 10. Mi superhéroe. (Superheroína no. Es una palabra fea; del tipo de cumbamba, jarrete, lideresa…).