Por: Juan Carlos Orrego | ||
Qué tal que a uno lo inviten al cumpleaños de una rancia señora y que llegada la hora le salgan con una fiesta de quince, así nada más, a sangre fría y sin haber ensayado el vals. En eso pensé el pasado 20 de julio al ver la poca atención que se le prestó al florero de Llorente y los muchos aplausos que cosecharon Bolívar y su Estado Mayor. Para decirlo de una vez por todas: la fiesta del Bicentenario, en buena parte, le ha sido dedicada a una efeméride que, como la Batalla de Boyacá, apenas ajustaba la suma fraccionaria de 190 años, 11 meses y 13 días cuando se cantó el Happy Birthday.
Supongo que la sosa lógica de los estándares nacionales de educación tiene la culpa de esa herética confusión histórica: como, según esos acápites nauseabundos, lo que importa es la idea general de los procesos y conceptos y en ningún sentido el dato exacto y pulido con que nos regala la buena memoria, tanto da una cosa por otra —un puente por un florero— si, de lo que se trata, es de hablar de independencia en los términos más generales. Y hay qué ver hasta dónde llegan los efectos de ese sofisma detestable: el mismo alcalde de Medellín, en el discurso tartamudo y chapucero que escupió con motivo del publicitado aniversario 200, olvidó referirse a Morales, Rosillo y Carbonell y prefirió rendir homenaje a próceres como José María Córdoba y Juan Manuel Santos; un equívoco tan extravagante como los miles de millones de dólares que ardieron, esa noche, en el cielo de nuestra ciudad mendiga. Ver la carátula que la revista Número le dedicó al Libertador y los aspavientos con que se anunció la obra escénica Bolívar: fragmentos de un sueño sólo me produjo un agudo dolor de cabeza; porque, mientras del héroe caraqueño se vio hasta su osamenta, de los protagonistas de los hechos del 20 de julio de 1810 poco o nada se dijo. Ha hecho lamentable carrera esa idea según la cual la “primera Independencia” no fue más que un alboroto pasajero: como si fuera un chiste aquello de que, después de siglos de tiranía hispánica, los criollos santafereños participaran en una junta de gobierno; o que el encopetado virrey Antonio José Amar y Borbón se viera obligado, por una turba de mestizos y zambos pobretones encabezada por José María Carbonell, a convocar a un cabildo abierto. La historia ha sido particularmente injusta al olvidarse de Carbonell: él, cuando se había calmado el zafarrancho nacido con la rotura del florero y mientras los criollos daban por cumplidas las dudosas promesas del virrey, recorrió los barrios bajos de la capital y reclutó un ejército de menesterosos que habría de ejercer la presión definitiva sobre el mandamás español. A sus audacias se refirió Pablo Morillo con evidente furia: “José María Carbonell fue el primer presidente de la junta tumultuaria que se formó en esta capital, quien puso los grillos al excelentísimo señor virrey Amar y lo condujo a la cárcel; el principal autor y cabeza del motín, el que sedujo a las revendedoras y a la plebe para insultar a la señora virreina”. Más que el opaco Alberto Lleras Camargo, este héroe desconocido merece la gloria de poner su rostro en el futuro billete de cien mil pesos. Como van las cosas, al llegar el 7 de agosto de 2019 la relumbrante palabra Independencia será clavada definitivamente, en monopolio, a los pies de los lanceros de Boyacá. Entonces la generación que ahora gatea confundirá a Carbonell con un lápiz para dibujo, verá en Camilo Torres a un cura con fusil y creerá que los apellidos Acevedo y Gómez eran los de una dupla goleadora del Santa Fe. Habrán terminado, sin que quepa duda, los momentos de efervescencia y calor para los forjadores de nuestro primer minuto de libertad. |
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