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Por: Gustavo Arango | ||
El internet, esa cosa agridulce cada vez más arraigada en nuestras vidas, me ha traído la amistad de una argentina enamorada de Colombia. Son pocos los días en que Gabriela no pone, en su página de Facebook, videos musicales, noticias, enlaces de interés sobre el país de sus sueños. He llegado a creer que sus amigos colombianos deben sentir de vez en cuando con Gabriela la rara incomodidad de los dolientes cuando descubren que al lado de su difunto hay un particular que llora con más dolor. Hablando de todo un poco, he podido saber que el amor de Gabriela por Colombia comenzó cuando era muy jovencita, leyendo las novelas de García Márquez, que en Argentina tiene el prestigio y despierta las pasiones que despiertan las estrellas de rock. Luego Gabriela, la artista plástica, pudo pasar un par de veces por el país, conocer las realidades que los turistas rara vez conocen, sentir el tremendo poder curativo que el arte tiene en medio del dolor. Ahora Gabriela, la antropóloga social, se encuentra en Canadá y se dispone a volver a Colombia el año entrante. Desde ya se está preparando para ese viaje con la dedicación y el cariño de un astronauta que no quiere ir a la luna sin conocer el nombre y las rarezas de cada uno de los cráteres con los que se va a cruzar. Gracias a circunstancias que no pienso cuestionar, Gabriela me ha nombrado su asesor en asuntos literarios y me ha pedido que le haga una lista de las novelas que es preciso que lea, para conocer a fondo ese país del que vive enamorada. Viendo el entusiasmo de Gabriela, decidí no irme por las ramas, no perder tiempo precioso con oportunistas o con modas, y apuntar a lo esencial. Así que empecé mi lista con dos novelas que, sólo ahora lo comprendo, es bastante probable que se hayan leído más por fuera de Colombia. Lo curioso es que ambas novelas, además de estar en la lista de las imprescindibles, también coinciden en la lista de las más largas, pues ambas merodean las mil páginas. La primera se llama “Changó el gran putas” y no sólo es imprescindible en ese país que tanto niega su lado oscuro, sino en todo el continente; porque no ha habido nunca, y es posible que nunca vuelva a escribirse, una novela con la amplitud de ese monumento que Manuel Zapata Olivella le erigió a la aventura de los africanos en América, esa aventura en la que se embarcaron contra su voluntad y de la que siguen siendo protagonistas: en la Casa Blanca, en los estadios, en las mesas y las fiestas, en la forma de expresar las alegrías y tristezas de las almas. En “Changó el gran putas” está expresada toda una visión de mundo que podría salvarnos del abismo hacia el que nos dirigimos: el muntu, esa hermandad de los hombres con todas las criaturas que ahora viven o alguna vez vivieron, esa conciencia integral del universo a la que nos está costando tanto regresar. El otro mamotreto es “Celia se pudre”, que además de imprescindible es peligroso: nadie sigue siendo el mismo después de leerlo. Todo aquel que aspire a vivir engañado, alienado, olvidado de la vida y enredado en las distracciones cotidianas, puede prescindir de esa lectura. No veo de qué manera pueda aportarle algo. Pero si uno quiere estar y sentirse vivo, ser consciente del terrible misterio y milagro que significa estar vivos, ser criaturas luminosas que palpitan y mueren con cada latido, es posible que esté perdiendo tiempo valioso leyendo esta columna, en lugar de ir a buscar esa novela prodigiosa de Héctor Rojas Herazo. Oneonta, septiembre de 2010. | ||
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