Siempre me ha parecido que el famoso artículo 7o de nuestra Constitución —ese según el cual “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana”— es poco más que un carretazo demagógico. Así lo sugieren los robos de tierra y la infame pobreza en muchas regiones del país, los indios que mendigan en las ciudades y el odioso racismo que, incluso, propalan algunos maestros de escuela. Poco importa que después se declare como “patrimonio” una fiesta o una práctica artesanal: ello no son más que paños de agua tibia, folclóricos y politiqueros.
Dos casos recientes, en apariencia simpáticos, han venido a sumarse a mi memorial de agravios: el protagonizado por un arhuaco, padre de trillizas, y la novela del chamán de la clausura del Mundial Sub-20. La reacción oficial ante la actuación de estos personajes ha mostrado muy a las claras lo nada dispuesto que está el Estado a asumir, en todas sus implicaciones, aquello del reconocimiento y protección de la diversidad cultural.
Cuando el arhuaco manifestó que sólo iba a reconocer a una de sus hijas, en atención a que las otras dos no debían ser suyas —a su juicio, un hombre y una mujer sólo pueden tener un hijo—, un escandalizado ICBF dijo que, sin atentar contra el derecho a la autodeterminación de los pueblos indígenas, el padre debía reconocer a las tres bebés. Pues bien, o una cosa o la otra: o se asume que el asunto puede resolverse de acuerdo con la respectiva cosmovisión indígena o se procede a hacerlo del modo preferido por el Estado. Pero no me vengan con frases moralistas emponzoñadas con imposibles culturales, o mejor, con directrices aparentemente etnológicas pero, en verdad, irremediablemente sesgadas hacia el exclusivo punto de vista científico. Hasta donde sé, el arhuaco de marras tiene derecho a no creer en las tesis de la embriología, y a ignorar de plano la blástula, la mórula, el zigoto y otras fantasmagorías.
Acto seguido tenemos al chamán. Las entidades encargadas del control fiscal han puesto el grito en el cielo, argumentando que los recursos públicos no pueden usarse para recompensar “brujos” sino para pagar los servicios de profesionales eficaces (¡como si aquel día hubiera llovido!). De nuevo: o se respeta el conocimiento y las creencias ancestrales o se los condena oficialmente, pero es insufrible que nuestra carta política declare una apertura negada por la mirada etnocéntrica de los funcionarios públicos. Si nuestro Estado profesa una credo científico monolítico, que no se las dé de antropólogo para ganar el aplauso de la ONU o, como en el caso de Juan Manuel Santos —ungido por los mamos de la Sierra Nevada horas antes de la posesión presidencial—, que no juegue a la concordia étnica sólo para subir los números de la popularidad.
Ojalá la prevención contra las creencias sirviera también para poner en cintura las muchas prebendas de que sigue gozando la Iglesia colombiana, a los funcionarios que administran justicia camándula en mano y a los que se oponen al aborto en nombre de Jesucristo. Pero en nuestro país nunca se enjuician las batas de laboratorio ni las sotanas: como tanto se dice, aquí sólo resultan sospechosos los de ruana y los de mochila.
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