Luis Caballero (Bogotá, 1943- 1995) es una figura clave en el arte colombiano de la segunda mitad del siglo XX, con un trabajo cada vez más en contravía de las corrientes que buscaban la vinculación con los lenguajes internacionales que entonces eran predominantes. Su obra sin título, de 1988, un gigantesco óleo sobre tela de 193 por 339 centímetros, es, con su contundencia visual, una de las imágenes emblemáticas de la exposición El cuerpo en su laberinto que se presenta en la Sala de Arte de Suramericana, con la curaduría de Sol Astrid Giraldo.
Quizá, como punto de entrada, es conveniente considerar que no es que se llame “Sin título”, como ocurre en muchos artistas, sino que se trata de una obra que no tiene un nombre que la identifique. De hecho, Luis Caballero rechazó siempre dar títulos a sus trabajos porque era consciente de que cualquier nombre genera de inmediato, tanto en el artista como en el observador, una especie de relato o de historia que se convierte en protagonista, porque nos informa qué es lo que debemos ver, y deja en segundo plano el enfrentamiento directo con la imagen.
En las últimas décadas, el dibujo y la pintura han asumido una importancia central en el arte contemporáneo colombiano; pero la situación no era igual alrededor de los años 60 y 70 del siglo pasado. De hecho, Luis Caballero recordaba que, cuando representó a Colombia en la Bienal de París de 1969, donde se exponían obras procedentes de 85 países, él fue el único artista que presentó pinturas y dibujos, lo que lo confirmó en su interés por estas formas de arte.
Pero si ya era insólita su dedicación al dibujo, lo es todavía más que abandone las formas semi abstractas que le habían permitido ganar el primer premio de la Bienal de Medellín en 1968 con La cámara del amor (un título inventado por los críticos), hoy en el Museo de Antioquia. A lo que se lanza es al estudio del dibujo en los grandes maestros del Renacimiento y de otros momentos de la historia del arte, en medio del contexto de las vanguardias que rechazaban esos intereses. Y, como si fuera poco, decide dedicarse exclusivamente a la figura humana, el problema más permanente del arte en toda la historia y, por eso mismo, el que hace más difícil evitar la simple redundancia imitativa y poder descubrir una propia expresión. Un humanismo radical que descubre en el cuerpo humano la más apasionante belleza y el medio más complejo para la manifestación profunda del sentido de la vida y del mundo, en la emoción fugaz de un dibujo.
Pero la contravía que es la obra de Luis Caballero va todavía más lejos al asumir su orientación homosexual. Dibuja y pinta obsesivamente cuerpos masculinos imponentes, cargados de sensualidad más que de sexualidad, en situaciones donde confluyen el éxtasis y la muerte, la vitalidad y la fragmentación, el erotismo y el dolor, el placer y la violencia. “Lo que yo quiero decir es el cuerpo”, afirmaba, pensando en la pintura como una manera de poseer los cuerpos largamente trabajados con una obsesión, un respeto y un amor casi religiosos.
En efecto, la gigantesca pintura sin título de la Colección SURA está cargada de una tensión que nos remite a la tradición del arte religioso, vinculado con escenas donde se unen frecuentemente la belleza de los cuerpos desnudos con el horror del martirio y de la sangre. Caballero crea en esta obra una especie de tríptico dividido por líneas verticales, en el cual las figuras en primer plano son dos cuerpos que se unen en su desnudez pero que, al mismo tiempo, evocan una especie de descendimiento de la cruz (sin cruz), como si estuvieran apenas sostenidas al borde del abismo de la muerte, en medio de un paisaje desolado que también es de cuerpos caídos.
La idea de Sol Astrid Giraldo en esta exposición, El cuerpo en su laberinto, puede verse plenamente encarnada en la obra de Luis Caballero. Más allá de la representación de seres humanos, lo fundamental aquí es comprender cómo, a través de la imagen del cuerpo que ha creado, el artista nos introduce en el laberinto de una intensa significación donde vamos descubriendo problemáticas antropológicas, culturales, históricas, psicológicas, religiosas y, por supuesto, también artísticas.
El secreto para aproximarnos a ese universo de posibilidades de reflexión y de humanidad radica en tomar la decisión de entrar en el laberinto de la obra de arte.