/ Esteban Carlos Mejía
Voy por una plaza romana o fenicia, quizás egipcia, bordeada de edificios anacrónicos y difusos, a pleno sol de agosto, ferragosto de furias. De repente, la plazoleta se estrecha y se vuelve un laberinto de callejuelas o un desbarrancadero o una trocha. Al final llego a una alberca ponzoñosa: me agacho, hundo mis manos en el agua y empiezo a sacar lagartijas, pequeños dinosaurios, alimañas de todos los colores, detritus de un corazón que no es el mío.
Los sueños, como en el título de una novela de Rubem Fonseca, son “un mundo arcaico de vastas emociones y pensamientos imperfectos”. O, peor todavía, “una asociación viciosa e irregular de ideas”. Un torbellino de ficciones hechas realidad en los efímeros escenarios de la inconsciencia.
Así, por ejemplo, sueño con ordalías, con el apremio de una desnudez, con muertos que amé cuando estuvieron vivos, con túneles y polines de ferrocarril, con habitaciones de casas que no conozco, con Cortázar y Cormac McCarthy, con novias del pasado cuyos nombres reservo para no herir a amores del presente. O sueño con Epidonio de Murcia, contemporáneo del emperador Octavio César Augusto y del poeta Ovidio, creador del epidonismo, doctrina que propone la falta de lástima y de compasión por los demás. Y sueño con nombres de personas y lugares, imposibles, también improbables: Isabel Barragán, el Jardín de Ivy, Vovoseriayó, Didier Stagel, Alejandra Niteroi, Sarah Lemvelly, Vanasas Reytake, Ñundukeré, André Tiépolo, Skarsmagata, lieutenant-colonel Cavalry-Klein, O’Shaglean. Hasta una vez soñé que le vendía recomendaciones literarias a Álvaro Uribe Vélez, consejos que él, a Dios gracias, rechazó con desdén.
Los sueños que soñamos son la materia prima de la ficción que inventamos, son el preámbulo de la literatura.
* Día tras día: ¿Cuál es la efeméride literaria de esta semana? El 22 de agosto de 1920, en Waukegan, Illinois, nació Ray Bradbury, el escritor que con su sarcasmo y su visión ilimitada de las vidas humanas elevó el género de ciencia ficción a la categoría de arte, nicho que aún le niegan algunos palurdos. En Fahrenheit 451, novela distópica o, mejor, antiutópica, Bradbury se inventó a Montag, un bombero encargado de quemar libros por orden del gobierno, pues los libros, como todos sabemos, son peligrosísimos. Por fortuna, Montag conoce a Clarisse. El título se refiere a la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde, 451° Fahrenheit, o sea, 233° C. ¡Que otras Clarisses nos salven de tanto Montag camuflado de promotor de lectura!
** Body copy: “-Poco dinero en cine es siempe mucho dinero –dijo Dietrich y me dio una palmada en la espalda–. ¿No te dan envidia los escritores? Para crear un libro ellos solo gastan papel y tiempo, todos los personajes trabajan gratis, hacen cosas que los actores de cine no sabrían hacer, o se negarían a hacer. Producen las escenas más costosas gastando sólo palabras. Matan, mutilan, hacen que las personas enloquezcan de pasión, se arruinen o ganen el paraíso. Una epidemia que mate a millones o un apretón de manos tiene para ellos el mismo coste. Hubo una época en que pensé en hacerme escritor, pero comprobé que no estaba lo bastante loco. Creo que el tipo que es escritor, en principio, no está muy bien de la cabeza.”
Rubem Fonseca. Vastas emociones y pensamientos imperfectos. 1988.
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