Hay pañitos de agua tibia: días sin carro, gente que trabaja desde casa. Pero las soluciones verdaderas nunca llegan. Ese aire cargado de hollín es un crimen que tiene responsables.
Tendido en el suelo del templo masónico observo los rumbos del aire. Inhalo y exhalo. Ocupo el presente en sentir ese gesto tan simple y complejo que me ha mantenido con vida. Cavidades y músculos generan succiones, atrapan porciones de viento y les roban oxígeno. El fuego en la sangre brilla enardecido, celebra la vida.
La voz que me guía me invita a apreciar ese gesto tan inadvertido. Cifras abismales se asocian con esa rareza que ocurre con tanta frecuencia: novecientas sesenta por hora, veintitrés mil por día, setecientos millones de respiraciones en vidas que duran unos ochenta años. Nota el privilegio: podemos tomarle las riendas, hacer que obedezca –hasta cierto punto– nuestra voluntad. “Si intentas hacer que no ocurra, caerás desmayado y tu cuerpo inconsciente volverá a respirar”.
Inhalo y exhalo. Procuro volver al presente, al aquí y ahora, a ese aire del templo que tomo despacio, con delectación. Pero hacerme consciente es hacer muy presente una pesadilla de hace muchos años: el país de los colombios, el valle de la muerte, la vieja casa de El Palo con Ayacucho, el aire cargado de hollín, la asfixia, el atroz forcejeo, la lenta agonía. A los seis o siete años pasé noches enteras preguntándome si seguiría vivo al minuto siguiente.
Me tomaría algún tiempo entender el asma, la lógica terrible de mi enfermedad. No era falta de aire. Nada se resolvía abanicándome o untándome cremas mentoladas. Era que mis pulmones muy sensibles reaccionaban con espasmos ante la suciedad del aire. Por más que lo intentara, no podía llenar los bronquios ya llenos de aire atrapado, enrarecido.
Las últimas veces que he vuelto a esa ciudad de desplazados he sentido de nuevo la suciedad del aire. Ahora su veneno transparente se ha extendido a todo el valle. Mucha gente se enferma, se muere, como consecuencia de esa porquería que nadie se decide a eliminar. Hay pañitos de agua tibia: días sin carro, gente que trabaja desde casa. Pero las soluciones verdaderas nunca llegan y a la gente le falta claridad para entender que ese aire cargado de hollín es un crimen que tiene responsables.
Hace medio siglo me llené de alegría cuando unos representantes del gobierno visitaron mi colegio y nos dijeron que para el año dos mil el río Medellín tendría agua pura y peces en abundancia. Nos mostraron dibujos de lo que sería ese paraíso que se extendería en sus orillas, de lo bella que sería la vida en medio de tanta exuberancia. Muchos años después, la cloaca sigue abierta, cafecita.
Algo parecido está ocurriendo con el aire. Se invierte más en campañas publicitarias que en buscar soluciones verdaderas. Cuál verraquera paisa. Elogia el coraje de un pueblo y podrás someterlo. Tanta urbanización con nombre ecológico es otra faceta de la vieja mentira que nos condujo a esta tragedia. Va siendo hora de entender que ese aire envenenado es otra forma de violencia y que es urgente que los políticos trabajen para la gente y no para don Dinero. Pero, mientras la gente coma cuento, la seguirán matando con el aire que respira.