El 28 de enero de 1754, el escritor inglés Horace Walpole escribió una carta a un amigo radicado en Florencia. Expresaba su alegría por la llegada a Londres del retrato de Bianca Capello, “la Gran Duquesa de Toscana”. Hablaba del aprecio del público por la pintura y decía haber descubierto un detalle curioso en el escudo de los Medici. A las condiciones que permitieron ese descubrimiento las llamó “Serendipity”.
En la carta, Walpole dice que la palabra es invento suyo. Cuenta que cuando era niño leyó una historia muy tonta (“silly”) llamada Los tres príncipes de Serendipo. Según Walpole, los príncipes descubrían “lo que no buscaban”, gracias a una mezcla de suerte y agudeza. Desde entonces la palabra Serendipity ha ganado prestigio: en las ciencias designa los hallazgos afortunados, ha inspirado películas y libros, también nombra una especie de talento sobrenatural. Pero esos significados ignoran los talentos verdaderos de los príncipes. Tan vago era el recuerdo que Walpole tenía de la historia, que en su memoria el camello era un burro, y el mérito de los príncipes había sido descubrir que el animal era tuerto. La cosa es tan absurda como si alguien dijera que Don Quijote es la historia de un señor flaco.
Mis dos o tres lectores recordarán que, después de la historia del camello perdido, el rey se dedicó a agasajar a nuestros príncipes. Tanto admiraba su inteligencia que solía esconderse tras las cortinas para escuchar sus conversaciones. En una ocasión el mayor bebió vino y dedujo que las uvas habían crecido en un cementerio, por la tristeza que sintió. El hermano del medio dedujo que el cordero que comían había sido amamantado por una perra. El menor, por su parte, leyó en los gestos de quienes los rodeaban la intriga que se gestaba contra el soberano.
Hasta aquí, nuestros príncipes no sólo han tenido agudeza y encuentros accidentales. Sus deducciones sobre el camello los hacen precursores de la tradición detectivesca. La capacidad para entender sus intuiciones revela un talento superior. La forma como descubren la intriga muestra su entendimiento de las relaciones humanas. Pero la historia apenas comienza.
El viaje de los príncipes nos permite saber que valoran la amistad y la unidad, que entienden el lenguaje divino, que pueden curar el alma de los descorazonados y que saben que la gente no sólo necesita alimento y abrigo, sino también historias para reconocerse. Como buen relato oriental, también hay elementos alegóricos: un espejo frente al que es imposible mentir, una mano gigante que se roba los súbditos de un reino.
El Peregrinaggio, o la historia de los tres príncipes de Serendipo, apareció en Venecia en 1557, traducida del Persa por un tal Cristóforo Armeno. Algunos se preguntan si el “traductor” no sería su inventor. Pero, cualquiera que sea su origen, lo cierto es que nos ofrece un retrato del rey sabio que –para nuestra desgracia– ha desaparecido bajo el crudo maquiavelismo. El comentario de Walpole sobre la historia revela el desprecio con que los imperios miran sus colonias. Tal vez si, en lugar de prestar atención al escudo de los Medici, Walpole hubiera prestado mejor atención a la historia de los príncipes, la palabra Serendipity tendría otro significado y el mundo habría perdido la costumbre de entregarles el poder a los canallas.
Oneonta, junio de 2014.
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