/ Gustavo Arango
En el remoto reino de Serendipo, hace muchísimos años, vivió un rey sabio y magnánimo llamado Giaffer. Tenía tres hijos a quienes quería mucho y, como buen padre, pensaba que debía aprovisionarlos con todas las virtudes que los príncipes necesitan. Mandó a traer los maestros más brillantes de los que hubiera noticia y les pidió que instruyeran a sus hijos en toda clase de artes. Como los chicos eran despiertos y entusiastas, la instrucción duró poco. Salvo lo que el mundo enseña, los chicos lo sabían todo.
Queriendo poner a prueba lo aprendido, Giaffer llamó a su hijo mayor y le ofreció que gobernara aquel noble pueblo descendiente de leones. Dijo que se sentía viejo y cansado, que había decidido retirarse a un monasterio a meditar lo vivido. El hijo le habló a su padre de la obediencia que le debía, pero declinó la oferta. Dijo que no sería rey mientras su padre viviera, que esperaba que tuviera larga vida, y que sólo después –en honor suyo– sería un gobernante compasivo. Giaffer hizo la oferta a sus otros dos hijos y también ellos se excusaron. Hablaron del respeto que debían a su padre y sus hermanos. Satisfecho, Giaffer fingió estar disgustado y los expulsó del reino. Quería que aprendieran lo que sólo el mundo enseña. Los chicos emprendieron el camino.
Una de sus aventuras más famosas ocurrió cuando recién empezaban su periplo. Los muchachos estaban descansando a la orilla de un camino cuando vieron a un campesino contrariado. “Pasó por aquí hace unas horas y cojea”, dijo el primer muchacho. Hablaba de su camello perdido. “¿Lo vieron?”, preguntó el hombre. “Claro que sí”, mintió el segundo. “Está ciego del ojo izquierdo”. El tercero agregó: “Le falta un diente”. El hombre siguió la dirección que los muchachos le indicaron y al rato regresó. “¿Están seguros de que lo vieron?” Los muchachos volvieron a mentir: “Llevaba una carga de mantequilla a la derecha y una de miel al otro lado”, dijo el mayor. “Y una mujer”, dijo el segundo. “Embarazada”, agregó el menor.
El hombre empezó a sospechar que eran ladrones de caminos y decidió denunciarlos. Los muchachos alegaron inocencia y dijeron no haber visto el camello, pero fueron encerrados. Ya se disponían a ejecutarlos cuando apareció el camello. Entonces, el rey de aquel reino llamó a los muchachos y les pidió explicar por qué conocían tantos detalles. El mayor dijo que la cojera era evidente porque en las huellas del camino se veía que el animal arrastraba una pata. El segundo dijo saber de la ceguera porque la hierba estaba masticada sólo a un lado del camino, aunque era mejor la hierba del otro lado. El tercero explicó que la falta del diente se veía en la irregularidad de los mordiscos.
La sorpresa de todos aumentó cuando siguieron hablando. El mayor supo de la carga de miel y mantequilla porque a un lado del camino había hormigas y en el otro, moscas. El segundo dijo que en el sitio donde el camello se reclinó vio las huellas de unos pies pequeños. “Supe que eran huellas de mujer porque vi un charco de orina y, al mojar mis dedos y oler, sentí una especie de carnal concupiscencia”. El menor explicó que estaba embarazada porque a al lado de la orina podían verse las huellas de las manos, lo que indicaba el esfuerzo de la mujer para levantarse. Todos quedaron admirados. El rey decidió invitarlos a quedarse cuanto tiempo desearan y se dedicó a agasajarlos. Lo que ocurrió después lo contaré en unas semanas.
Oneonta, mayo de 2014.
[email protected]