Porque el narcisismo que vengo señalando en varias columnas, más que una forma de egoísmo, es una forma de estupidez, una ceguera. Pero creo que nuestra situación es la de las generaciones condenadas a un punto de inflexión, la de aquel que sabe que el cambio ya no yace exclusivamente en sus manos, porque el daño compromete gran parte de su estructura.
Nosotros no tendremos una segunda oportunidad sobre la tierra, sea porque lleguemos al punto de la disolución como especie, sea porque garanticemos que nuestra generación ciega no se perpetúe cediéndole el paso a una generación nueva que se erija sobre una nueva perspectiva. Por eso estoy convencido de que nuestra transformación, la fuerza de nuestra transformación yace en nuestros niños. Y nuestro trabajo es mitigar los efectos de nuestra ceguera por un lado, y por el otro, ofrecerles a nuestros niños un piso sobre el cual constituirse sabios.
Me he preguntado cuáles son las bases de esa sabiduría que contrapongo a nuestra limitada inteligencia. Y hace poco descubrí un pequeño libro escrito por Daniel Goleman y Peter Senge que sintetiza los señalamientos que muchos venimos haciendo sobre esas características concretas de la sabiduría. Para ellos el conocimiento crucial de esta nueva generación sabia se basaría en 3 pilares fundamentales: autoconsciencia, empatía y pensamiento sistémico. Creo que esta mirada debería constituirse en el centro de una educación contemporánea responsable, incluso por encima de las matemáticas y los idiomas.
La autoconsciencia consiste en centrarnos. Implica que aprendamos a observarnos, a atendernos. Que podamos asumir una actitud presente, consciente y responsable. Que podamos dar cuenta, de forma auténtica, de nuestras emociones, y tengamos la capacidad de gestionarlas con inteligencia. También apunta a que podamos relacionarnos amorosamente con nosotros mismos. Que tengamos consciencia de nuestras motivaciones profundas y le pongamos claridad a nuestros deseos. Que descubramos esos valores sentidos que nos llevan a una existencia ética y a una integridad vigorosa. Este conocimiento es la base.
La empatía consiste en sintonizarnos. Empieza por la empatía cognitiva: aprender a comprender las perspectivas y puntos de vista del otro, cómo los observadores construyen la realidad que observan. Pero pasa por la resonancia emocional, por entender lo que el otro siente y resonar con ello. Pero desemboca siempre en la acción empática: un cuidado activo del otro, una virtud y compasión que se encarnan con naturalidad y destreza.
El pensamiento sistémico consiste en arraigarnos. Nos lleva a entender que la sabiduría se basa en el reconocimiento de la interconectividad de todo lo que existe, de que la ley inexorable de toda vida es la interdependencia. Nuestra verdadera identidad no es lo que está debajo de la piel: somos la red entera. Y por eso mismo nuestras acciones son circulares: lo que damos nos lo damos, lo que quitamos nos lo quitamos, si escupimos para arriba, el escupitajo nos cae en la cara. Cada acción tiene su reacción. Cuando la inteligencia sistémica se desarrolla es cuando entendemos que el egoísmo es la mayor de las estupideces.
Por nuestra supervivencia, con la decisión del que busca un paracaídas cuando el avión apaga sus motores, debemos empezar a replantear los cimientos mismos de lo que es educar, transformando la esencia de lo que es conocer y de aquello que nos hace competentes. Es hora de centrarnos, sintonizarnos y arraigarnos.
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