/ Gustavo Arango
El Vendedor de Fantasías sabía lo que hacía. Cada semana llegaba con el nuevo tomo de la Biblioteca Básica Salvat, lo ponía en los estantes del multimueble y se ocupaba de otras cosas. Nunca me dijo que leyera, pero caí en la trampa. El primer libro que leí porque me dio la gana, sin que fuera una recomendación o una tarea, fue Las aventuras de Tom Sawyer. Elegir ese libro y recorrerlo ha sido uno de los actos más libres y decisivos de mi vida.
Estaba en quinto de primaria cuando intenté leer El otoño del patriarca. No llegué lejos en la lectura. Sólo entendí que unas vacas se comieron unas cortinas y se metieron a un balcón. Pero encontrar ese libro en la biblioteca, prestarlo y tratar de leerlo me hizo sentir libre, poderoso, conectado con las cosas de veras importantes que pasan en este mundo.
La bibliotecaria del bachillerato era joven, simpática, tenía un cuerpo y un rostro hermosos que me alborotaban las hormonas ya de por sí muy alborotadas. Me encantaba ir a leer a la biblioteca, atender sus sugerencias, mirarle más allá del escote esas pecosas preciosuras. Recuerdo que estaba rojo como un tomate cuando presté Todo lo que usted quería saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar. Pero ella fue compasiva y ese día me facilitó aquel duro trance.
La Biblioteca Pública Piloto era el cielo de los libros. Mi sección preferida era la 863, la de los libros de ficción. Algunos estantes los agoté metódico, como el de Julio Verne. Pero siempre me tomaba el tiempo para explorar por otros lados, para considerar títulos, para refinar el arte de saber con una hojeada si un libro es para mí. Si no quería que alguien supiera de mis intereses, leía el libro en la biblioteca. Pero, los llevara o no a casa, todos los libros eran míos y podía leerlos si quisiera y la vida me alcanzara.
Puedo escribir mi vida a partir de las bibliotecas en que “he vivido”. La Bartolomé Calvo, en Cartagena, donde encontré joyitas cuyo recuerdo aún me persigue. La Biblioteca de Douglas, en Rutgers, donde la soledad era menos sola y dejaba de leer para contemplar en el ventanal la nieve que imponía su blancura copo a copo. La biblioteca de Firestone, en Princeton, donde había pasillos de anaqueles donde era posible que no hubiera ido nadie en varios siglos.
En la biblioteca de la universidad donde trabajo empiezan a consultar a los profesores sobre la posibilidad de renunciar a los libros de papel y mudarse por completo a lo digital. Yo puse el grito en el cielo. Con mi inglés acentuoso me dediqué a hacer la defensa de uno de los pocos actos libres que nos quedan: recorrer los estantes de una biblioteca, dejarse interesar por un hallazgo. Algunos alegaron que lo mismo podía hacerse en los archivos electrónicos, pero el descubrimiento afortunado es menos mágico en esas redes donde cada clic que damos nos encierra en perfiles y estadísticas.
La Universidad Politécnica de la Florida acaba de inaugurar la biblioteca sin libros de papel. Tiene bibliotecarios. Tiene catálogo electrónico. Su colección la componen 135 mil libros electrónicos. Pero su moderna arquitectura no ha destinado espacio para anaqueles. Para los que tardan en resignarse o adaptarse, la biblioteca tiene impresoras disponibles, pero recomiendan a los usuarios habituarse a leer en las pantallas. Los promotores de la idea están convencidos de que son unos pioneros. A mí me parece que son unos criminales.
Oneonta, agosto de 2014.
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