Los bares de Envigado son recintos de tiempo detenido, de calidez familiar, que atesoran música, nostalgias y algo más.
En recientes días don Gilberto Restrepo Ortiz se me ha aparecido en todas partes. La primera vez en un libro que narra la historia de los bares de Envigado.
Después en la voz de un coleccionista de música popular antigua. Posteriormente en un recorte de prensa y, por último -como copia fiel- en Hernán, su hijo.
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Y eso que anda muy vital, escondido de la pandemia en Sonsón. Así que, de su invisible mano, como cantinero de toda la vida y fundador del bar Los Cuyos, pude establecer que la MÚSICA, así, en negrillas y altas sostenidas, ha recorrido desde siempre y para siempre todos los ámbitos imaginables de la muy señorial ciudad de Envigado. Es dueña de cantinas, bares, tiendas, graneros, restaurantes y similares, en donde muelen sones campesinos, citadinos, de cualquier cuna, que trillan amores y desengaños, ilusiones y pasiones, hazañas y desventuras.
Inicialmente llegó colgada de los labios y los tiples de arrieros colonizadores y trotamundos; luego se volvió inmortal en acetatos y en cintas; se hizo escuchar desde gramófonos, radiolas y gangosos radios de tubos. De manera que a su ritmo pelechó un número alto de bares y un grupo grande de coleccionistas que la persigue, reseña, comparte y difunde. Y fue acicate para consolidar la movida cultural local: dos ejemplos, entre muchos: el Encuentro Nacional del Tiple Ciudad de Envigado, y la revista La Vitrola, potente amplificador de pentagramas.
Muy atrás en el tiempo encontré a don Gilberto lidiando con borrachitos en el Bar Monterrey, de Pablo Cardona, por los lados de la antigua estación del ferrocarril, en 1970. Allí se jugaba cartas y billar, junto a un traganíquel que congregaba el malevaje de Envigado, con la necesaria ración diaria de riñas, según lo relata Alberto Burgos Herrera en su libro “Cafés, bares y música en Envigado”.
Luego lo pillé reeditando su vocación de servicio en el bar Licores, a la vera del parque principal. Se menciona en texto periodístico del año 2001, que “El Cuyano Mayor” -así lo apodaban- vende 300 tintos diarios, por poquito. Renglones adelante, el hombre confiesa: “El secreto de mi tinto lo aprendí en más de 20 años de trabajo, y no lo cambio, porque, como están las cosas, el tintico y la música vieja son los que sostienen estos negocios”.
Tinto y ¡música, maestro!
Hasta que don Gilberto hizo realidad su sueño – obsesión: servir en su propio negocio, al que bautizó como lo quiso desde niño: Los Cuyos.
A la par con la historia de don Gilberto pude recorrer, en apretada síntesis, la geografía improvisada en donde molieron música a todo timbal, como en el Avenida del simpático Abraham Parafina Montoya, el bar más popular y concurrido de Envigado, todavía vigente. Cerca, el bar Voces del Recuerdo de Enrique Henao, un coleccionista de música; el Tíbiri Tábara, el bar Idilio, El Caribe (hoy Escocia), todos en inmediaciones de la plaza de mercado. El Bar Polaco, en el barrio San Mateo, con el Chontalito y El Rey del Compás, de Nazareno Cuartas, todos dotados con traganíquel de luces intermitentes y discos de 78.
En el barrio Obrero, El bar Puerto Nuevo que devino en granero. El Eureka en el barrio El Guáimaro, que abrió sus puertas hace 70 años, luego se llamó La Ruina (promisorio nombre…), y ahora Salón Sevilla; antaño era sitio de regular reputación, porque congregaba a malosos que “combinaban marihuana, pepas y aguardiente… con puñaladas”, escribe Burgos. Una micro – muestra de lista tan extensa que gestó un voluminoso libro que registra 385 establecimientos notables, entre bares, cantinas, tiendas y parecidos. Así que faltan datos.
Alberto Molina, un viejo bohemio que nos ayudó en este recorrido virtual, confiesa que bebía hasta las doce de la noche en el Avenida, luego caía al Tíbiri Tábara y a Guayaquilito, siempre alrededor de la plaza de mercado; allá lo alcanzaba el sol con su gallada, cuando no terminaba en la mítica calle Lovaina, en Medellín.
Mesa arcaica
En el barrio Mesa el cuento es otro: se pueden contar, de carrera, El Portal, fotocopia de una fonda caminera, impulsado por José Antonio Chepe Cañas durante más de cincuenta años. La Cabaña del Recuerdo, de Carlos Mario Restrepo Correa, “apegado exclusivamente al viejo acetato de 78, o a las producciones más antiguas”, leo en una monografía de Envigado; el estudioso coleccionista acumula tal experiencia que me confiesa que a los siete años ya estaba fabricando ebrios. También el Atlenal (Lo mejor en tangos, advierte el aviso), que abrió hace 83 años; con Arnoldo Urdinola alcanzó fama como el bar más aseado: su propietario destinaba un trapo para limpiar cada objeto, hasta la plata (¿avizoró la pandemia?). Muy cerca, en el barrio el Guáimaro, perdura el Quince Letras, que empezó como tienda mixta en 1936.
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Todos los recintos musicales reseñados, y los que se me quedan en el tintero, comparten la pasión de coleccionistas, personajes que buscan fortalecer la difusión de la música como patrimonio de Envigado, en un apasionado esfuerzo grupal.
Y entre esos devotos seguidores, aunque no es coleccionista, vuelve y aparece el muy melómano don Gilberto Restrepo: un entusiasta del servicio, según lo describe su hijo Hernán. Pero el huracán Covid 19 llevó a la familia a reinventar Los Cuyos, para que el bar luzca más contemporáneo, aunque siempre familiar, sin abandonar el culto a sus querencias musicales, al tiempo que conserva la calidad del café que le dio fama: de los 300 tintos en el parque pasó a servir 800 antes de la pandemia.
De manera que Los Cuyos ofrece esencia añeja en moderno empaque: atrás los taburetes de madera forrados con cuero curtido, que llegó el plástico. Historia, las mesas redondas de patas de hierro y redondel en latón, soporte de publicidad cervecera. Opción por una decoración sobria, que contrasta con los techos por lo general convertidos en constelación de cachivaches y las paredes forradas con las caras de los ídolos del pueblo, los artistas de cine, el Corazón de Jesús y la Virgen en infinidad de advocaciones. Ni rastro de la mata de penca sábila como promesa de buena suerte.
También diferencias en el menú: Este bar ofrece variedad en repostería, jugos y cocteles, para asegurar esparcimiento familiar. Innovación que le ha permitido ganar clientela, y de paso generar unos veinte empleos (en la versión tradicional el dueño del negocio era barman, discómano, mesero, aseador y manejador de beodos).
Así se muestren contemporáneos como Los Cuyos, o estancados en el tiempo, como el Lido, sigue tronando, impasible, la música que le imprime sello cultural único a Envigado. Que conste que, de El Lido, sólo queda lo que en los años sesenta era el bar, porque el local iba hasta la mitad de la calle actual, la 38 sur, a veinte pasos del parque; albergaba entonces 21 mesas de las que sobreviven tres.
A propósito del parque, sus emblemáticos bares abren puertas a la próxima crónica periodística.