Durante 20 años de trabajo en el mundo digital he defendido el anonimato como derecho. Ahora, víctima de los hombres sin rostro, convivo con una pregunta: ¿hasta dónde?
Los anónimos siempre tienen nombre. Estas palabras se las leí a Virginia Woolf en Una habitación propia. Usaba esta expresión para asegurar que muchos de los grandes anónimos de la historia de la literatura fueron mujeres que tenían prohibido escribir y que, para hacerlo, se veían en la obligación de usar un pseudónimo o el tan famoso “sin nombre” de las novelas, poemas y refranes. ¿Cómo no respetar entonces a las anónimas?
En el mundo digital, muy a comienzos cuando disfrutábamos de defender derechos en las redes sociales en vez de atacarlos, un grupo de locos nos la pasábamos por el mundo diciendo: “El anonimato es un derecho” … Y sí que lo era. Gracias a avatares incógnitos, personalidades alteradas y la creación de seres ficticios, muchas personas comenzaron a gestar movimientos para defender derechos fundamentales. Aunque de estas iniciativas poco queda, todavía recuerdo con alegría al médico que, escondido en otra identidad, hacía denuncias sobre la corrupción en el sistema de salud y a la estudiante proactiva que denunciaba el mal estado de la comida del restaurante escolar a través de un blog que no tenía el nombre de nadie. También a los cientos de “nadies” que me pidieron, mientras fui periodista, proteger su identidad.
En su gran mayoría, los anónimos que he conocido no solo tienen una buena intención, también tienen una o muchas necesidades para expresarse; además, de fuertes presiones políticas y sociales que les impiden poner su rostro y nombre real por delante; porque, los anónimos que conozco si algo desean profundamente es poder levantar su voz y dejar ver su rostro, todo, en defensa, una buena mayoría de las ocasiones, del bien común.
Hace poco estoy siendo acosada por un anónimo y aun así sigo creyendo que el anonimato es un derecho. Defiendo las acciones de escrache, especialmente de quienes hemos sido víctimas de violencia sexual, y sigo considerando que es la única salida que tienen muchas personas valientes. Sin embargo, soy consciente de que el anonimato también es el cuarto oscuro desde el cual los cobardes juegan a vengarse y esta situación me ha llevado a revolcarme en la cama mientras me ahogo en mis propios pensamientos y preguntas. ¿Es un anónimo el único argumento que necesitamos para cancelar a alguien?, ¿la rigurosidad con la que se investigan las quejas anónimas debe ser la misma con la que enfrentamos las denuncias que tienen nombre propio?, ¿cuáles son las preguntas éticas que, como familias, empresas, amigos y sociedad, le debemos hacer al anonimato?, ¿cuáles son las intenciones de aquellos que producen críticas ficcionales todo el tiempo?, ¿algún día nos despertaremos todos siendo anónimos?
Sé que ninguna de estas preguntas, todas encantadoras para escribir una serie de cuentos distópicos, está exenta del debate; yo misma no encuentro respuestas definitivas para la gran mayoría de ellas. Sin embargo, ignorar que desde el rincón oscuro de los cobardes estamos acabando con pilares tan importantes para una sociedad como la confianza, sería un punto del debate atroz porque cuando un alma está sumida en la violencia y la venganza no tolera ninguna clase de intimidad. Si bien no podemos ponerles rostro a los anónimos, al menos, busquemos hacerles alguna clase de preguntas.