Solo tú y tus estudiantes quedan en el primer piso. Por las ventanas de otros salones ves gente afuera que corre. Te preguntas qué harás si te encuentras frente a frente con el asesino.
Es miércoles por la tarde y te preparas para la clase que más te gusta. Hay con el grupo una empatía especial. Hablarán de Los olvidados, de Buñuel, analizarán unas escenas y verán el documental sobre García Márquez y el cine. Al salir de la oficina una llamada telefónica: todo indica que hay alguien en el campus dispuesto a disparar contra la gente.
La puerta del salón está cerrada. Cuando abres, tus estudiantes gritan y buscan refugio. Debes tranquilizarlos. Preguntas por los que faltan. Sales a un pasillo desierto. Hay tensión en el ambiente. Solo tú y tus estudiantes quedan en el primer piso del edificio. Por las ventanas de otros salones ves gente afuera que corre. Esperas. Te preguntas qué harás si te encuentras frente a frente con el asesino.
Piensas en la ironía. Saliste vivo del valle de la muerte. Te fuiste lejos para huir de la familiaridad con la violencia. Y hasta aquí vino a buscarte. Tus últimas palabras: “Qué ironía, por Dios”. Porque una cosa es clara: si alguien viene a hacerles daño a tus muchachos te tendrá que matar, lo atacarás hasta con los dientes si es necesario. Tu ya viviste bastante. No permitirás que les arrebaten la oportunidad de tener una vida, de intentar arreglar este mundo agonizante.
Mientras no escuches disparos hay esperanzas. Parece que los que faltan no van a llegar. Tocas la puerta del salón. Te esperan. Confían en ti. Para disipar la tensión, en medio de las luces apagadas los invitas a hablar de la película de Buñuel. Una estudiante dice que es una historia triste. Comprendes que las miserias de los olvidados no pueden consolar a los amenazados. La conversación no llega lejos. Por las ventanas del salón se ve llegar patrullas y camiones policiales. Escuadrones armados rodean el edificio. Luces blancas, azules y rojas inundan el salón.
Ahora se oyen gritos en los pasillos. Les dices a los estudiantes que se peguen a la pared más abrigada. Hay golpes en la puerta: “¡Policía!” Preguntan si hay alguien. Abres. Te apuntan con toda clase de armas. “Ya está”, piensas. Rastrean el lugar y ordenan que no salgan. Ahora todos callan, mensajes de texto vienen y van. Afuera se oyen gritos, pero todavía no hay disparos. Es imposible saber cuánto durará esto.
Antes de que la alarma se disipe, otro grupo de hombres te ha apuntado con sus armas. Vuelves a explicar que estás con tus estudiantes. Después de dos horas, por fin puedes decirles que se marchen a casa, que el peligro ha pasado. Pero la verdad es que no pasa, que te sientes humillado, triste, pisoteado, y cada día con menos esperanzas.