Libros y lágrimas


Por: Juan Carlos Orrego

Propuse a los amigos de una buhardilla periodística escribir un artículo sobre la agonía de las librerías céntricas. Me dijeron que el tema estaba quemado, y uno de ellos incluso me hizo saber en pocos segundos el que, a su juicio, es el ABC de la crisis de ese ramo: las seducciones de Internet y la apatía generalizada hacia la lectura. Mi amigo, radical, me advirtió que no creyera otra cosa y que desconfiara de los embustes de los libreros, quienes, según su rotundo criterio, son muy dados a las lágrimas fáciles.
Si alguien es llorón en este caso, ese soy yo. La melancolía me puede de sólo pensar que a los 17 años, con el dinero que arrancaba a las meriendas escolares y con el corazón en paro, podía recorrer el largo circuito de las librerías Continental —mi preferida—,Técnica, Oveja Negra, Salvat, Dante y, de bajada otra vez por La Playa, Nueva, América (las dos) y Científica (cuando no era que saltaba a esta desde la Continental, pues existió una sucursal detrás del Hotel Nutibara; lo sé con la seguridad culposa de quien, en edad canallesca, robó allí El hostigante verano de los dioses de Fanny Buitrago). Aunque no se trata de un inventario pobre, estoy seguro de que alguien más curtido me enrostrará no haber conocido, incluso, la mítica librería de Alberto Aguirre.
De vuelta a las explicaciones tajantes del primer párrafo, diré que las rechazo por apócrifas o, cuando menos, por insuficientes. La idea de que la gente no quiere leer queda fuera de combate con solo recorrer la calle Boyacá, a un lado de la Iglesia de la Candelaria: para lograrlo hay que sortear todo un mercado persa de carretas e improvisadas garitas en que, por pilas, se ven ejemplares piratas de El olvido que seremos y El don de la vida, y los novelones de Carlos Ruiz Zafón; a eso súmese que, mientras usted lee esta columna, en Bogotá tiene lugar la enésima versión de la atiborrada Feria del Libro. Mientras tanto, el asunto de Internet es aún más deleznable, habida cuenta que su uso universal es todavía quimérico —¡y mucho más el del e-book!— en nuestra sociedad desigual; así lo dijo, no hace mucho, Ernesto Sábato (su cadáver todavía humea): “el mundo de la técnica y la informática, que supuestamente nos iba a acercar unos a otros, significó, para la inmensa mayoría, un abismo insalvable”. Aparte de eso, ¿qué mella hacen los noveleros que cambiaron el papel por la pantalla?
El cáncer que padecen las librerías del corazón de la ciudad —el que mató a casi todas las del inventario precedente y convirtió en almacén de zapatos el ala de la Librería Científica en que antes reposaba la literatura— tiene que ver con razones que nadie comenta, como no sean los íntimos deudos. Por un lado, cada universidad abrió librería y eximió a sus profesores de viajar hasta el centro; por otro, los distribuidores —¡ah, país de intermediarios!— han fundado negras mafias de exclusividades, prebendas y burocracias. A ello súmese lo que corresponde a la inseguridad que atenaza las calles más históricas de la ciudad, y está listo el drama.
A propósito de eso, finalizo con una historia entre criminal y romántica: hace dos semanas, una cuadrilla de ladrones se coló a la Librería Científica y, como en robo bancario, rompió el muro de la vecina América; desaparecieron algunos billetes y varios kilos de libros de medicina, física y química. Duele que se dé un golpe más a las estoicas librerías céntricas, pero ese robo —que recuerda el perpetrado por Silvio Astier en la librería del viejo Gaetano, en El juguete rabioso de Roberto Arlt— sugiere el consuelo agridulce de que, todavía, el libro despierta codicia y las librerías son vistas como suculentas cuevas de Alí Babá. En cuanto al dinero hurtado, no fue tanto: las ventas, así no se crea, provocan lágrimas no propiamente de cocodrilo.

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