Todos los seres humanos recorremos diferentes caminos a la hora de ponerle cara a la tristeza. Algunos requieren de licores y aventuras. Otros se desfiguran en encierros prolongados. Están los que bailan y los que crean. No sería mucho de nuestras vidas sin los que lloran… y, de manera casi insospechada, estamos los que nos encerramos en una librería.
El 3 de mayo del año 2024 estuve a punto de morirme, no de manera literal, pero sí de manera poética y metafórica. Con la premisa de un dolor profundo envuelto entre las manos, llegué a Entrelibros, en La Ceja, y miré a Santiago a los ojos. Sin procesos higiénicos de por medio y como si fuera un doctor, le dije:
“Dame algo que me arregle o me termine de matar”.
Se fue con una sonrisa de esas que se ponen más en los ojos que en la boca y recorrió durante un rato las estanterías de aquel templo. Al rato llegó con un libro de ensayos, una novela y dos de poesía que sin duda alguna cumplieron con su propósito: terminaron de matarme.
Leí literatura triste todo ese fin de semana, me ahogué entre poemas una semana más, navegué las oscuras aguas de la desesperación y, 15 días después, luego de comprender que había escritores que estaban o estuvieron peor que yo, renací. Ese viernes 3 de mayo, antes de que cayera el clásico aguacero que siempre promete la Santa Cruz mientras eleva al cielo un murmullo que dice Jesús, Jesús, Jesús; Santiago Betancourt, sin saberlo, me salvó la vida. Me salvó la vida una vez más.
Digo que no lo sabía porque no se hace sencillo documentar cada uno de nuestros desvaríos. Sin embargo, a veces sospecho que tenía la certeza plena de lo que hacía. Bastaba con que habláramos dos o tres minutos para que, al pedirle una recomendación o preguntarle por lo que tenía de nuevo, sacara de su sombrero de mago librero un ejemplar que combinaba perfectamente con mi estado de ánimo.
En diciembre del año que pasó, se lo dije por primera vez en un chat. Las palabras exactas fueron: “Andaba pensando en vos. Andaba pensando en los libreros que lo salvan a uno de ciertos momentos de la existencia sin saberlo y vos siempre has estado ahí”. Ese día, un 12 del mes 12, quedamos de vernos para compartir algunas risas, ya fuera con Cata Montoya (una amiga en común) o con Iván, mi esposo. El encuentro nunca se dio y hoy Santiago ya no está; fue recogido por el silencio y ahora sus vivencias solo habitan nuestros corazones. Ya no atiende más en Entrelibros, ya no puede salvarme.
Hay libreros que salvan vidas. Rilke decía que en cada libro de una librería está el corazón de un librero, o algo por el estilo. Esos corazones son enormes, tienen un don extraño por estos días: el de la escucha y la atención, una mezcla que termina en el indudable conocimiento de nuestros espíritus. Todos quienes nos declaramos lectores y hemos sido privilegiados hemos tenido un librero de cabecera… Es como un médico, pero del alma.
Hoy ya no tengo a uno de los míos, al menos el único que podía conocerme en el Oriente. Pero, así como celebro haberlo tenido, aplaudo que estén otros que son sosiego, que son composición, que parecen conferirnos emoción, que tienen ritmo y oído y que son capaces de hacer música con cada pieza de papel que ponen en nuestras bolsas. Esos son los libreros que salvan vidas.
*Esta columna fue escrita en homenaje a la vida de Santiago Betancourt, librero de Entrelibros.