Dos virus falaces infectan a nuestra sociedad: la moralina y el maniqueísmo.
La moralina es una “moralidad inoportuna, superficial o falsa”. Inoportuna, mejor dicho, inapropiada. Superficial, es decir, sin profundidad ni densidad, insustancial. Falsa, esto es no verdadera. Maniqueísmo es, dicho de manera peyorativa, una “tendencia a interpretar la realidad sobre la base de una valoración dicotómica”. Por ejemplo, dividir al mundo en buenos y malos. Buenos, nosotros. Malos, los demás.
Nada parece escapar al juicio de la moralina: pulula en la política y en las relaciones interpersonales. Abunda, ad nauseam, en religión y en periodismo. Y el maniqueísmo lo emponzoña casi todo sin vergüenza ajena ni propia. Cuando esos virus llegan a la literatura, ¡agúzate que te están velando! En cada esquina te topas con sus pontífices. “Ese poema es procaz, dañino para la juventud. Ese libro es una pérdida de tiempo.” Más aún: los maniqueos, excretores de moralina, creen que hay lecturas buenas y lecturas malas. Para ellos, lo pesado, lo aburrido, lo enredado es bueno, educativo, salvífico. En cambio, lo leve, lo entretenido, lo interesante es malo, atrofiante, satánico.
Me acaba de pasar con Vida de Pi, de Yann Martel, una novela absorbente, que con inteligencia y fluidez mezcla religión, botánica y zoología. Una joven empleada de la librería me la recomendó con entusiasmo. “Al leerla gocé y aprendí mucho”, me dijo. En cambio, un profesor universitario, amargado y cariacontecido, se aterrorizó y me previno con severidad: “¡Ojo! ¡Eso es un best seller!”. No dudé. Le hice caso a la vendedora y, al igual que ella, gocé y aprendí sin culpa ni temor con las aventuras de Piscine Molitor Patel, Pi Patel, y Richard Parker, su exótico compañero de desgracia.
La verdad sea dicha, yo leo de todo, por amor o placer, no por obligación o compromiso, a despecho de la moralina al uso y sin ocuparme del maniqueísmo de “los buenos somos más”. ¿Y ustedes? ¿Leen lo que quieren leer?
* Día tras día: ¿Cuál es la efemérides literaria de esta semana? El 23 de enero de 1783 nació en Grenoble, Francia, un tal Henri Beyle, quien se haría inmortal bajo el enigmático seudónimo de Stendhal. Fue un tipo achaparrado, feo, regordete, de cuerpo grande y piernas cortas. Alguna vez dijo que empuñar una espada le ampollaba las manos. Se enamoraba, con precaria fortuna, de todas las mujeres que se le atravesaban. “Aunque siempre estaba al acecho de que no lo pusieran en ridículo, hacía el ridículo constantemente”, según apunta Somerset Maugham. Escribía y reescribía sin parar, y nunca corregía. Ni más ni menos. Así, página a página, fraguó dos de las novelas más originales de todos los tiempos: La cartuja de Parma y Rojo y negro. ¡Henry Beyle, Stendhal, Monsieur Moi-même, Señor Yo Mismo!
** Body copy: “A veces he soñado que cuando llegue el Día del Juicio Final y los grandes conquistadores y abogados y estadistas vayan a recibir sus recompensas –sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se volverá hacia san Pedro y le dirá, no sin cierta envidia, cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: ‘Mira, ésos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles. Han amado la lectura’.”
Virginia Woolf. Cómo se debe leer un libro / El lector corriente II. Citada por Harold Bloom en El canon occidental, 1994.
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