La relación entre el arte y la realidad es, sin duda, el problema más constante de toda la historia de la creación artística. De hecho, interpretamos las transformaciones del arte a lo largo de los siglos y en el seno de las diferentes culturas como la manifestación de distintas formas de entender la realidad.
Fue en el contexto griego donde se desarrolló la idea de que el arte debe reproducir, de la manera más exacta posible, las apariencias de las cosas: la “mímesis”, es decir, la imitación de la naturaleza, se convirtió entonces en la finalidad esencial del arte en el pensamiento y en la práctica de los clásicos griegos y romanos. Después del largo período de la Edad Media, que centró su interés en el mundo espiritual, el Renacimiento reforzó la imitación de las apariencias con el desarrollo de la perspectiva. Pero la diferencia entre la Edad Media y el Renacimiento no radicaba en la aceptación o el rechazo de la imitación sino en la concepción de la realidad que debía ser imitada.
Lo paradójico es que, mientras que la concepción de la naturaleza y de lo real cambiaba vertiginosamente al ritmo de los descubrimientos geográficos y de la ciencia experimental, hasta no hace muchos años se imponía una visión unilateral y dogmática de la verdad: entre el blanco de lo verdadero y el negro de lo falso no se aceptaban matices. Y también el arte quedó muchas veces aprisionado dentro de las rígidas normas académicas. Sin embargo, en los últimos dos siglos se ha percibido cada vez con más fuerza que la realidad es múltiple y polivalente, que no es un hecho definitivo y cerrado, sino que, en cierto sentido, es una interpretación cultural. En definitiva, la realidad o la naturaleza no se limita a las apariencias externas; y la relación que el artista establece con ella tampoco se reduce a la simple imitación ni a la habilidad técnica de producirla.
Cuando Miguel Ángel Triana (Medellín, 1998) presenta su pintura “Pasión”, de 2020, nos enfrenta con la multiplicidad de lo real. En un primer momento podría pensarse que el hecho de que veamos figuras que son reconocibles, en un espacio que también parece lógico, nos indica que estamos frente a una representación mimética de un hecho que ocurre ante nuestros ojos. Sin embargo, muy pronto nos damos cuenta de que las figuras se muestran relacionadas de una forma extraña, que hay presencias contradictorias y que tampoco el espacio es simple. Adicionalmente, el título del cuadro, “Pasión”, genera inquietud.
En efecto, la obra no se ubica en el contexto de una realidad que pudiéramos definir como habitual o cotidiana. El título y la figura semidesnuda, cuya presencia se impone con claridad, nos llevan sutilmente a la pasión de Cristo: se trata, pues, de una realidad que no se basa en un contacto sensible e inmediato, sino que nos remite al mundo de la historia, a la literatura en cuanto referencia a un relato, y al terreno de la historia del arte donde quizá se origina esta figura. Son ámbitos de realidad que sólo son accesibles a través de la imaginación. Y la obra nos obliga a imaginar para poder recrear un contexto donde paulatinamente descubrimos otras referencias: la imagen sentada a la izquierda de la cual parece depender el hombre semidesnudo, con las manos atadas y quizá ya coronado de espinas; una especie de águila sobre su cabeza; o una armadura romana aparentemente sin sentido.
Pero pariente cercana de la imaginación es la fantasía que juega libremente para llenar el espacio de animales, que no tienen conexión con la realidad fáctica pero que desencadenan sugerencias simbólicas. Y luego, pensando en el espacio, seguramente podría avanzarse mucho más.
Mundos que parecen encontrarse casualmente en la obra de arte pero que nos ayudan a entender que la realidad es múltiple, mucho más rica de lo que habitualmente creemos.