/ Carlos Arturo Fernández U.
“Todo tiempo pasado fue mejor” repetimos con frecuencia. Y muchos creen que esa muletilla se aplica en el campo del arte, mejor que en cualquier otro. Parecería que hoy no existieran artistas tan grandes como en el pasado, que los mejores creadores ya murieron, que no hay quién sea capaz de realizar los trabajos que para aquellos eran habituales, y que los artistas del presente no tienen siquiera los conocimientos técnicos necesarios para producir obras de tal calidad.
< David. Miguel Ángel. 1504
El terreno de la escultura parece dar fundamento de esa mirada nostálgica. Pero quienes piensan que en el mundo ya no hay grandes escultores y que este es un arte casi muerto, tal vez no saben que lo mismo se decía en Italia en la época del Renacimiento del siglo 15, poco antes de la aparición de Miguel Ángel. Ya entonces se afirmaba que los escultores habían perdido el dominio de la anatomía y de las técnicas y que, por eso, se alejaban de la representación de la figura humana y se dedicaban a elaborar formas decorativas o geométricas más simples, con materiales menos complejos que la piedra o el mármol. Tampoco en estos territorios melancólicos han cambiado mucho las sensaciones y los argumentos.
Por eso, más allá de toda nostalgia, cabe preguntar qué pasa con la escultura y por qué ya no se dedica a los asuntos, formas y técnicas del pasado sino que sigue unos caminos tan diferentes, para los cuales incluso resulta extraño y discutible que sigamos usando la misma palabra (escultura) que, por ejemplo, empleamos para Miguel Ángel: instalaciones, performances, geometría, objetos tomados de la realidad.
Quizá lo primero debiera ser recordar que, si bien el impulso del arte es esencial en la especie humana, hasta el punto de que todas las culturas tienen arte, sus manifestaciones concretas son históricas y aparecen y desaparecen según exigencias y necesidades sociales. Ya no pintamos cavernas como en la prehistoria; los tiempos de los vitrales y los mosaicos quedaron atrás; la poesía no se transmite de forma oral por cantores que van de pueblo en pueblo repitiéndola de memoria. La vida social ha cambiado y esas formas de arte, aunque sigan existiendo de manera esporádica, ya no son predominantes. En realidad, lo mismo ocurrió con los tipos de la escultura tradicional: aunque no han dejado de existir totalmente, perdieron su predominio porque cambiaron las condiciones sociales.
A lo largo de la historia, la escultura fue esencialmente “monumento” -una palabra que en latín significa “recuerdo”-, dedicado a la exaltación de las figuras del poder. Reyes y altos funcionarios inmortalizados en piedra o bronce a través de su imagen idealizada, del recuento de sus acciones o de la magnificencia de sus tumbas: la escultura hace patente y permanente su presencia. Los mantiene como realidad. Lo mismo ocurre con las esculturas griegas, aunque en ese caso sea el ideal de humanidad lo que se afirma; o en el Imperio Romano donde lo esencial es la historia y el poder del Estado. Hasta allí, la escultura monumental sirve para organizar el espacio urbano y se presenta por lo general como arte público.
Rueda de bicicleta. Marcel Duchamp. 1913 | El Pensador. Auguste Rodin. 1902 |
Ya en el mundo cristiano comienza un cierto declive de la escultura; Hegel, el gran filósofo alemán que se preocupó por comprender la evolución del arte en relación con los procesos del conocimiento, pensaba que en ese mundo cristiano la escultura había dejado a la pintura la primacía que tuvo en Grecia y Roma. Y, en realidad, desde la Edad Media los escultores comienzan a ser minoría frente a los pintores y, como se insinuó antes, se habla con frecuencia de la necesidad de impulsarla y recuperarla. Hay, por supuesto, grandes creadores como Donatello, Miguel Ángel y Bernini, pero a partir del siglo 18 este es un arte que pierde cada vez más terreno frente a su hermana y contrincante, la pintura.
¿Qué pasó? Quizá el asunto tiene que ver con el mismo proceso social que condujo a la caída de la aristocracia y al triunfo de las democracias burguesas. La nueva situación del poder social se manifiesta en otros campos, como el prestigio que da coleccionar obras de arte o el lujo de las mansiones; pero en las sociedades burguesas, en las cuales el poder cambia frecuentemente de cabeza, la escultura abandona el espacio público y se refugia en lo privado. Por supuesto, algunas veces las democracias quieren exaltar a sus héroes, como hacemos con los próceres de la Independencia que ocupan y definen los espacios urbanos, pero se trata siempre de situaciones más limitadas que en el pasado.
Y el golpe de gracia a aquella escultura monumental se la da el movimiento vertiginoso del transporte en la ciudad contemporánea que ya no permite ni siquiera detenerse a contemplar el monumento ciudadano.
Por eso, la escultura debió buscar otros terrenos e invitarnos a valorar los espacios de la experiencia y los objetos de la vida cotidiana.
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