/ Gustavo Arango
Las primeras noticias de Collazos me llegaron hace como treinta años, cuando yo empezaba a calcular qué tan alto podría arrojar el chorro de mis ambiciones literarias. Eran los años de la universidad y los aprendices de escritores vivíamos atentos a lo que hacían los que nos antecedieron. Lo de García Márquez era único. Detrás y a su lado iban otros igual de admirables. Lo de Óscar Collazos parecía la osadía del boxeador que no tiene nada que perder. Se había atrevido a polemizar nada menos que con Cortázar y no le fue tan mal.
Su historia es ejemplar. Había nacido en Bahía Solano, un pueblo del Pacífico colombiano con más nombre que presencia. Allí vivió hasta los siete años y recibió la influencia de los cantos, los usos, la cultura del África arraigada en nuestras selvas. En Buenaventura recibió una educación de esas que ya no se ven. Tuvo maestros que lo acercaron a Shakespeare, a la literatura de la modernidad. A los veinticuatro años ya había escrito un libro de cuentos que recibió elogios de los grandes, incluso de García Márquez.
Su destino pudo haber sido distinto. Si no hubiera emprendido el camino del exilio –primero a Cuba; después a Europa– quizá se habría perdido en la insignificancia. La misma semana de sus dos muertes, las redes divulgaron la falsa noticia de la muerte de un escritor del Caribe, Ramón Illán Bacca, cuya obra ha recibido como premio una insultante indiferencia. A Collazos lo salvó haber cosechado triunfos y amistades fuera de Colombia. Cuando regresó al país, las mafias que manejan nuestra vida cultural fueron incapaces de ignorarlo por completo.
Tuve la oportunidad de conocerlo en Cartagena, con motivo de un seminario sobre García Márquez, y lo primero que me llamó la atención fue la elegancia de sus gestos. Tenía esa voz sin acento que caracteriza a quienes han vivido en muchos sitios distintos. Había elegido vivir en Cartagena porque quería estar cerca del mar. Allí se fue ganando el respeto y el aprecio de una comunidad no siempre generosa con los forasteros. Se convirtió en modelo del ciudadano ejemplar. A través de sus columnas de opinión denunció a los corruptos y defendió los intereses de la mayoría. También fue protagonista de la vida cultural de la ciudad. Allí siguió creando una obra literaria comprometida con su tiempo. Sin necesidad de forcejeos, se convirtió en el escritor insignia de la ciudad. Fue fiel hasta el final a los principios que esbozó en la remota polémica con Cortázar.
Óscar Collazos fue un hombre lúcido, respetuoso y ecuánime. Por su origen humilde, por sus rasgos mestizos, fue víctima de numerosos ataques por parte de esa vulgar oligarquía –clasista y racista– que domina la vida nacional. Pero su actitud elegante, su aplomo de príncipe, fue acallando ladridos.
Murió, como vivió, con dignidad. Hace unos meses, cuando la enfermedad empezó a acorralarlo, habló abiertamente de lo que padecía, convirtió su tragedia en una lección sobre la dimensión humana a la que nunca debe renunciar el periodismo. En su última columna de prensa nos recordó que la belleza germina en cualquier terreno y que hasta en el robo de un libro puede haber poesía. Fue lúcido hasta el final. A principios de la semana pasada, cuando la falsa noticia de su muerte corrió por todos lados, reaccionó con humor. Tuvo el lujo de marcharse sabiéndose amado y convencido de que su vida había dejado huella en muchos corazones. Se fue con la frente alta de este curioso reino donde sus príncipes más nobles no nacen en castillos, sino en rincones perdidos y abandonados.
Oneonta, mayo de 2015
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