De la preocupación de tener programas integrales de formación de profesionales y ciudadanos competentes, la universidad privada pasa a tener preocupaciones no tan altruistas, pero que son vitales para poder cumplir a cabalidad con ese objetivo, y que están asociadas a los riesgos de no alcanzar la viabilidad financiera.
No ausentes de los fenómenos sociales que están transformando el mundo, las universidades privadas han experimentado cambios intempestivos –algunos de ellos con éxito, otros no– que las han tomado por sorpresa, pues los acelerados movimientos no les han permitido hacer rigurosos ejercicios de prospectiva, por lo que a cada problema que adviene, la actuación resulta ser reactiva. Decisiones no siempre articuladas, las cuales han llevado a que la universidad crezca como el fuelle de un bandoneón cuando se abre, dispersando con esos movimientos recursos tanto humanos como económicos.
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De instituciones a las que se presentaba un porcentaje mucho mayor de estudiantes del que se pudiera recibir, se pasa a una demanda que apenas cumple con el total de los cupos ofertados; crecimiento acelerado de instituciones universitarias, aumento de la cantidad de programas académicos que llevan casi al conocimiento especializado desde el pregrado, implantación de programas cortos en competencias específicas, y la democratización del conocimiento a través de la internet, con la cual las fronteras físicas se diluyen y, con ello, instituciones educativas de todo el mundo empiezan con fuerza a ser parte de la oferta local; estas resultan ser tan solo algunas variables que ponen en riesgo la sostenibilidad económica de las universidades privadas, pero que sin ninguna duda son solo la punta del iceberg.
A la potestad que tienen los institutos reconocidos por el Estado de ofertar programas de posgrado –maestrías y doctorados– se suma la autorización para que las empresas creen sus propios institutos de capacitación, con lo que la oferta de educación superior ya no solo es exclusiva de las universidades, sino que ahora es una oferta abierta, con lo que cumplir con los cupos necesarios para lograr una sostenibilidad financiera se hace cada vez más incierto.
Sin embargo, y como si esto no fuera ya preocupante, se abre en la actualidad la posibilidad que en un corto plazo se establezca la gratuidad de la Educación Superior para los estratos uno, dos y tres -a través de la declaratoria de la educación como un derecho–, lo cual resultaría ser uno de los mayores avances sociales que haya tenido el país en toda su historia, pero que, sin ninguna duda, se convertiría en una espada de Damocles para la universidad privada. Y no solo para aquellas que atienden en su mayoría a estos tres estratos, sino para la mayoría de ellas, sobre todo para aquellas que están en el rango de los 1.500 y los 3.000 estudiantes, pues reducir un 20 o un 30% de su demanda las haría inviables financieramente.
Estos cambios han impulsado a la universidad a reaccionar de forma desordenada y desesperada, buscando nuevas formas de financiación, algunas de ellas utilizadas desde décadas atrás por las universidades norteamericanas y europeas, como el recibir cuantiosas donaciones de mecenas y organizaciones de carácter privado, fondeo que en Colombia es toda una novedad; y otra mucho más común en Colombia, como recurrir a la creación de instancias dedicadas a ofertar servicios de asesoría y consultoría, con lo que se busca poder equilibrar la balanza financiera, logrando sobreaguar el problema que deja la falta de ingresos por matrículas.
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Así las cosas, y aunque esta nueva forma de financiación se enmarca en la oferta de servicios que emanan de la academia, no deja de ser preocupante que este acelerado cambio de vocación de las universidades las lleve a convertirse más en centros de asesorías y consultorías que en espacios habitados por docentes y discentes, de ahí que la respuesta a la pregunta que se hiciese la filósofa estadounidense Wendy Brown en su texto El pueblo sin atributos: ¿Qué ocurre cuando las prácticas y los principios del discurso, la deliberación, la ley, la soberanía popular, la participación, la educación, los bienes públicos y el poder compartido que conlleva el gobierno del pueblo se someten a la organización económica? Será que no ha existido, no existe y, a lo mejor, no existirá un plan que permita traslapar el modelo financiero anterior de las universidades privadas con el actual y con el del futuro, sin que con ello se produzcan grandes traumatismos que puedan llevar a convertir los campus universitarios en tierras baldías, donde solo crezca la maleza.
A lo mejor sea este el momento –no sé si el adecuado-, pero lo que sí sé es que es quizás una de las únicas alternativas que le queda a la universidad privada para sobrevivir; recoger el fuelle del bandoneón estableciendo una oferta y una demanda adecuadas y realistas, con lo cual sea necesario renunciar a viejos paradigmas, así como a las expectativas de retornar a los números históricos de matrícula registrados en épocas de bonanza. Pues, si se es razonable, esos números que generaban cierta holgura a lo mejor ya nunca volverán. Ralentizar un poco el frenetismo de trabajar obstinadamente para las métricas de los rankings, fijando mejor y de forma más acertada la perspectiva en aquellas cosas en las que se es bueno, y que a la vez se convierten en su gran diferenciador, podría ser una tabla de salvación financiera para la universidad privada, esa que poco a poco está quedandose “privada” de alternativas de sostenibilidad que la hagan viable.