/ Gustavo Arango
Me pregunto por qué, de todos los instantes de su vida, nos quedaron sólo esos. Quedaron mucho más, cientos de miles. Hay fotos, pensamientos, que lo conservan con vida. Pero nuestro culto a la mirada le confiere a esos minutos de película un valor especial. No es lo mismo ver fotos, leer lo que alguien ha escrito; hay algo decisivo que se escapa. Hace unos años creí estar enamorado solamente con leer lo que alguien me había escrito, con ver algunas fotos. Pero algo murió en el instante preciso en que vi a esa persona moverse, caminar, ser en el mundo. Es una historia triste, probablemente aburrida, y esta otra que les cuento me parece mejor, entretenida, luminosa, celestial.
Lo malo es que creo haber empezado la historia por el final. La mañana del 5 de diciembre de 1968, en las afueras de Bangkok. Lo malo, también, es que no creo que las historias comiencen cuando alguien nace, ni con los antepasados, como empiezan los biógrafos convencionales. La historia puede empezar hace miles de años, o en el momento en que el padre Louis descubrió su llamado y se encerró en un convento de clausura, o en el momento en que emprendió su viaje hacia el oriente. Puede empezar, incluso, tratando de imaginar lo que yo hacía esa mañana de diciembre -esa noche del día anterior, porque yo estaba en el otro lado del mundo–, especulando sobre lo que era mi vida a los cuatro años (¿habría una señal en ese instante?, ¿un sueño, un despertar inexplicable en medio de la noche?).
El padre Louis nació en Francia y quedó huérfano temprano. Tuvo una juventud disoluta y, mientras estudiaba en Cambridge, embarazó a una muchacha. Por eso, su acudiente lo envió a estudiar a la Universidad de Columbia, en Nueva York. Fue en Nueva York donde dejó las rumbas y se convirtió al catolicismo. Entró a la abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, el mismo día que los Estados Unidos entraron a la Segunda Guerra Mundial. Cuando estaba en el convento, un superior leyó sus diarios y le ordenó escribir sus memorias. El padre Louis escribió La montaña de siete pisos y, así, se volvió celebridad. Su obra completa incluye 60 libros de prosa y poesía, siete volúmenes de diarios y cinco de cartas. Eran tantas las personas que lo visitaban que, en 1965, pidió y consiguió permiso para vivir como eremita en un lugar tranquilo de la abadía. Allí intensificó su estudio de las filosofías orientales. Para él, había una secreta afinidad entre el budismo y el cristianismo.
La historia termina con el único viaje que el padre Louis hizo en sus veinte años de vida en el convento. Estaba pletórico de dicha. En el Tibet tuvo una conversación con el Dalai Lama. Vivió un éxtasis místico frente al Buda reclinado de Polonnaruwa, en Sri Lanka; pudo ver “más allá de la sombra y el disfraz”. Cinco días después de esa experiencia decisiva se hallaba en Bangkok, dando una valerosa conferencia sobre la responsabilidad que cada uno tiene con su vida. A esa conferencia corresponde el único testimonio fílmico que se conserva de él. Su voz era serena y su mirada, firme y dulce. Terminó con la frase: “Ahora me desaparezco”, y fue a sentarse con gesto sonriente y tímido. Pocos minutos después se marchó a su cuarto, tomó una ducha refrescante, encendió un ventilador y murió electrocutado.
Oneonta, noviembre de 2012
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