Creemos demasiado en ese viejo personaje que construimos con ayuda de nuestros semejantes, ese que acomodamos en “nuncas” y “siempres”, ese conocido que nos ahorra el riesgo de vivir y que nos permite quedarnos en nuestro mediocre purgatorio. Pero ese que creemos ser, ese tal ego, no es más que un filtro necesario para amortiguar la grandeza de la vida. Es una frontera, ficticia y mentirosa como toda frontera. Y está bien tener una fronterita, pero confundir el mapa con el territorio, y nuestro lugar seguro con la vida, nos hace sufrir, porque lo verdaderamente interesante, nutritivo y transformador es lo que está al otro lado.
Desde pequeños somos entrenados para resistirnos psicológicamente a vivir la vida. Y el resultado es que somos “godos” vitales recalcitrantes. Creemos conservarnos, pero lo que conservamos es un estereotipo, una ficción, un concepto imaginario. Y para conservarlo nos perdemos a nosotros mismos: la experiencia, la novedad, el crecimiento y la posibilidad de encontrarnos. El antiguo “pacto con el diablo” que aparece en los mitos es una forma de enunciar esta verdad.
¿Cómo se da concretamente esta operación mediante la cuál perdemos la vida en aras de sostener un auto-concepto? Les quiero dar cuatro pistas bastante concretas sobre cómo terminamos por resistirnos a vivir.
La primera de ellas es el miedo psicológico. Empieza como guardián pero terminamos erigiéndolo en tirano. Una vez le rendimos pleitesía empieza a darnos miedo, y cuando le tenemos miedo al miedo, entonces ya es muy tarde: ¡somos unos cobardes! Y yo no conozco al primer cobarde que haya sido feliz. El miedo, que empezó como una simple alarma, como el ladrido de un perro que dice: “atención, zona fronteriza, empieza lo desconocido”, terminó volviéndose una prisión que dice: “paralízate porque si no, te mueres”.
La segunda es la vergüenza. Esta mantiene separados al que somos y al que pretendemos ser, es decir, al que mostramos. Nos deja siempre divididos. Conlleva la incapacidad de abrirnos auténticamente y exponernos al mundo. Y el problema es que en esa exposición es que realmente maduramos. La vergüenza garantiza que permanezcamos guardaditos y nunca nos encontremos. Por eso todas las personas realizadas tienen algo de sinvergüenzas.
La tercera es el disgusto (no la rabia) del criticón o el amargado, que resiente ver las partes alienadas de su vida en los otros. A la espontaneidad le dice “mañezada”, le parece “ridícula” la alegría, y en general desacredita todo aquello que su vida psicorrígida, normativa, estandarizada no puede desear. Es el juicio de los que tienen el alma amarga: y ese disgusto es una cárcel, no solo para el criticón envenenado, sino para todos aquellos que no siguen su ley gris. Por eso siempre he creído que son más plenos los artistas que los críticos de arte.
Y por último tenemos a la ansiedad, esa forma de matar el presente y llenarlo con las fantasías catastróficas de un futuro desconocido. En la ansiedad nos consume la idea errónea de que todo debe estar bajo control. Ignoramos que, por fortuna, las cosas se descontrolan y cuando lo hacen, la vida nos muestra su nuevo rostro. Y lo peor de todo es que por andar fantaseando desatendemos el presente y ahí sí ocurren las catástrofes.
No pretendo que eliminemos estas afianzadas pautas de nuestras vidas, eso sería esperar demasiado. Lo que si quiero es invitarlos a que no les crean del todo y dejen de ser sus fieles servidores.
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