Me vi con un televisor en las manos, pero la claridad del ayuno me ayudó a entender lo que pasaba. Ayunar nos recuerda que somos dueños de nuestras decisiones. Compré las frutas y me marché.
La semana de acción de gracias de hace doce años me encontró con ganas de refugiarme en la interioridad. Llevaba tres años en Siberia y seguía sin saber qué oscuro designio me había traído a este curioso paraíso en medio de la nada. Era esa parte del año en que la noche cae muy temprano y la oscuridad y el frío acorralan el ánimo. Decidí pasar la semana de vacaciones encerrado, leyendo, viendo películas, durmiendo mucho y despertando tranquilo, capaz de recordar con nitidez finos detalles de los sueños.
Un libro de Kierkegaard le dio a mi retiro espiritual las dimensiones apropiadas. La quietud de esos días me ayudó a ver la vida en perspectiva. El miércoles decidí ayunar. He olvidado cuando empecé con los ayunos. Lo cierto es que cada cierto tiempo le doy a mis tripas un descanso y procuro que se limpien las antenas del segundo cerebro, el sensible instrumento que se ocupa de nuestras percepciones más sutiles.
Al día siguiente comprendí la ironía de mi gesto. Había decidido no comer justo cuando la gente aquí en el país del sueño se reúne a ventilar disfuncionalidades y a atiborrarse de comida. Pasé la parte más difícil del ayuno –las primeras 24 horas– imaginando a millones de personas que comían. Los sueños de esa noche fueron revueltos. El cuerpo empezaba a liberarse de toxinas.
El viernes decidí comprar unas frutas para romper el ayuno. Llegué al supermercado y me sorprendieron los gestos ávidos, casi desesperados, de la gente. Ya había pasado la marea más alta del Viernes Negro, pero seguía llegando gente con la urgencia de comprar, lo que fuera, sin pensar si lo necesitaba. Me sorprendió la manera como pude percibir las energías de la gente, sus fuegos crepitantes, sus miedos y rencores. Yo mismo me vi con un televisor en las manos, pero la claridad del ayuno me ayudó a entender lo que pasaba. Ayunar nos recuerda que somos dueños de nuestras decisiones, ayuda a ponerles riendas a impulsos irracionales. Compré las frutas y me marché a casa.
El segundo día del ayuno se entiende que comemos más por la costumbre que por hambre, que nos llenamos de comida para mantenernos ocupados, distraídos, sordos a las sutilezas de este mundo. Decidido a ir más lejos en mi viaje interior, me propuse prolongar el ayuno hasta el día siguiente. Esa noche leí que Jesús ayunó cuarenta días, que el ayuno ha sido aliado de las búsquedas espirituales, que al parecer esa limpieza corporal tiene efectos poderosos en el ánimo.
Así llegué al sábado en que la mujer biblioteca irrumpió en mi vida. Abrí los ojos y sentí la urgencia. Pensé que tenía que ir a un lugar determinado –un maltrecho mercado de antigüedades– porque algo me estaba esperando. Había visitado el lugar un par de veces en esos años, había encontrado allí valiosos libros viejos, pero nada explicaba la necesidad que ahora sentía de volver. Como la sensación era apremiante, salí de inmediato. No me bañé. Me abrigué, subí al auto y conduje por media hora en un estado de trance. Estaba a punto de vivir uno de los encuentros para los que me vinieron a este mundo.